domingo, 15 de enero de 2012

PARROQUIA DE SAN PEDRO Y SAN PABLO CON NUEVO SACERDOTE

Después de 89 años de labor pastoral, la Congregación Regiosa Carmelitas del Peru, dejan la Parroquia y Convento de Chocope, por falta de vocaciones sacerdotales en su grey y falta de novicios. Dejan de pastorear la feligresía Chocopana, y ceden tanto la Parroquia como la casa conventual bajo la administración del Arzobispado de Trujillo. De esta suerte dejan de pastorear la orden carmelitana y pasamos a ser pastoreados por Sacerdotes Diocesanos.
El pueblo Chocopano expresa su pleno agradecimiento a los hermanos Religiosos por 89 años de labor intensa en el Valle Chicama; siendo el último párroco de dicha Orden Carmelita Descalza RP ANDRES COSTILLA OCD(natural de Sausal). Se hacen cargo desde el 09 de enero del 2012 el Sacerdote Diocesano Oscar Muñoz (natural de Ascope) y el seminarista Wilmer Infantes (natural del Centro Poblado de Roma).

En la Foto, de Izq a Der: Andres Costilla, P: Oscar Muñoz, y Seminarista Wilmer Infantes.

El Pueblo Chocopano a su vez y tambien el Valle Chicama impregnado de la labor pastoral carmelitana, tambien recibe con esperanza a sus sacedotes  diocesanos, con mucha alegria mientras guarda con cariño el recuerdo de santos y buenos sacerdotes carmelitas que han acompañado espiritualmente a sus hijos, dando gracias a Dios por que aún en tiempos como éstos contamos con la gracia de tener sacerdotes escogidos de entre los nuestros en el Valle Chicama los que seguiran conduciendo a su Pueblo en unión a la Iglesia Cuerpo Mistico de Cristo.
Respetando la voluntad de Dios, 

En wikipendia se Informa Asi.

"Los Padres Carmelitas nunca dejaron Chocope, aunque canónicamente así debió ser. Antes bien la casa se reerigió, y ahora como Noviciado, donde cada año promociones de jóvenes –futuros Sacerdotes Carmelitas- palpan en el mismo lugar donde los Carmelitas Descalzos, se iniciaron en Perú, que “Las Mies Es Abundante Y Los Obreros Pocos”.
Iglesia y convento carmelita en ChocopePero, lamentablemente desde el 2002 ha venido funcionando solamente como centro parroquial, en vista de que con el transcurrir del tiempo las vocaciones carmelitanas han menguado considerablemente. Por eso tuvieron que ceder la casa conventual (y toda la parroquia) al Arzobispado Metropolitano de Trujillo; de tal modo que Mons. Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, Arzobispo Metropolitano de Trujillo, nombró Administrador Parroquial de la Parroquia San Pedro y San Pablo de Chocope al R.P. Oscar William Muñoz Ramírez y como parte de su labor pastoral al Seminarista Wilmer Infantes Peña. El 09 de enero del 2012 los Padres Carmelitas ceden su convento en presencia del Vicario General de la Arquidiócesis de Trujillo, Mons. Ricardo Angulo Bazauri, del Comisario Carmelita del Perú Padre Angel Zapata Bances OCD, del Padre Demetrio Pflucker OCD, del Padre Andrés Costilla OCD (último Párroco de la Parroquia de Chocope) y del Padre Oscar Muñoz, cerrando de este modo un ciclo de labor pastoral ininterrumpida en el Valle Chicama. El P. Oscar Muñoz es natural de Ascope y el Seminarista Wilmer Infantes del Centro Poblado Roma. Ambos pueblos pertenecen al Valle Chicama, siendo el primero Capital de la Provincia"

viernes, 1 de octubre de 2010

EN EL ANIVERSARIO DEL OPUS DEI

El mensaje del Opus Dei en el mundo contemporáneo

Conferencia pronunciada en mayo de 2004 por Mons. Ramón Herrando Prat de la Riba, vicario regional del Opus Dei en España.

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.” 

Estas palabras, que constituyen el preámbulo de la Constitución Dogmática Gaudium et Spes, han resonado con especial intensidad en la Iglesia española con motivo del atentado del 11 de marzo en Madrid.  

Una vez más, sacerdotes y laicos han sabido estar junto al que sufre, colaborando desinteresadamente con muchas otras personas, creyentes o no. Los testimonios de solidaridad que presenciamos esos días fueron un asidero de esperanza al que agarrarnos en medio de la manifestación descarnada del odio y la violencia inhumanas.

A raíz de ese atentado, la sombra del miedo ha planeado sobre nuestras existencias tranquilas y pacíficas. Parece como si alguien hubiera desgarrado el velo del confortable estado de bienestar que habíamos conseguido con tanto esfuerzo durante más de cincuenta años. 

Tras esa tragedia son muchas las reflexiones que se han hecho y muchas las voces que se han alzado: algunas con tonos apocalípticos; otras, aconsejando el repliegue del ser humano en su esfera individual. Lo cierto es que al acudir a las corrientes culturales contemporáneas en busca de respuestas nos volvemos llenos de vacío. 

El hundimiento del racionalismo que caracterizó a la primera Ilustración y que fue llevado al extremo por las grandes construcciones idealistas, ha dado paso –según el lúcido análisis de la Fides et ratio– a un cientifismo y a un relativismo que sostienen, por una u otra vía, que la inteligencia humana sólo puede percibir fragmentos de lo real, sin tener la capacidad para llegar a una verdad sobre la que se fundamente la percepción de una meta y de un sentido[1]. No es de extrañar, entonces, que nuestra sociedad esté marcada por el pesimismo que conlleva la ausencia de ideales, el hastío y la resignación cansina.

Sin embargo, la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo en la tierra, no se cansa de hacer eco a las primeras palabras de Juan Pablo II en la Sede de Pedro: “¡no tengáis miedo!”. Lejos de constituir un canto al optimismo ingenuo, se trata de un mensaje de esperanza bien fundada: la esperanza en que el hombre, hecho a imagen y semejanza de su Creador, aunque sufre la tentación del odio, la violencia y el fanatismo, ha sido liberado por Jesucristo. 

En este contexto resuenan con fuerza las palabras proféticas del fundador del Opus Dei: “estas crisis mundiales –señalaba san Josemaría- son crisis de santos[2]. Ciertamente, se necesita hoy, de modo más acuciante que nunca, que todos los cristianos asuman con plenitud la vocación a la santidad que han recibido en el bautismo, viviendo el Evangelio con audacia, con alegría. 

La proclamación a los cuatro vientos de que la santidad no es cosa para privilegiados, que la vida corriente y ordinaria ofrece materia abundante para la santificación, rescata una evidencia evangélica que –precisamente a la luz de los acontecimientos y las ideas contemporáneos– cobra particular relieve para el hombre de cualquier tiempo y lugar.  

El mensaje del Opus Dei –que el mismo San Josemaría calificó audazmente de "materialismo cristiano"- se mueve en el contexto general de afirmación de la vida ordinaria como “lugar teológico” de la vocación bautismal. 

Pienso que, precisamente por su raíz evangélica, ese mensaje ofrece varios aspectos que pueden aportar luces para afrontar cuestiones difíciles que se presentan en la sociedad actual.

Me gustaría compartir con Uds. algunas reflexiones con la esperanza de que contribuyan a la tarea de la nueva evangelización a la que, por mediación del Santo Padre Juan Pablo II, nos impulsa el Espíritu.



La unidad de vida: respuesta cristiana a la fragmentación del mundo contemporáneo 


San Josemaría solía emplear la expresión gráfica de "unidad de vida" para referirse a la necesidad de comportarse en toda circunstancia como hijo de Dios, evitando la tentación de llevar como una doble vida: por un lado la vida de trato con Dios, por otro una vida plena de realidades terrenas –familia, trabajo, relaciones sociales, etc.- en las que Dios, sin embargo, no tiene cabida.  

A finales de los años veinte del pasado siglo –en la época de la luz fundacional del Opus Dei– se producía, según los historiadores, una evolución paulatina pero generalizada hacia un estado social democrático, en el que las nociones de "vida ordinaria" y de "profesión" adquirieron un particular significado. En este sentido, la reflexión filosófica y sociológica de ese período de entreguerras constituye un trasfondo frente al cual el mensaje de la santificación de la vida ordinaria –que, en el espíritu del Opus Dei, gira como en torno a su quicio alrededor del trabajo– resulta especialmente luminoso. 

Como señala una filósofa contemporánea, “ante el desencantamiento del mundo por la ciencia, y la creciente necesidad de insuflar en el mundo objetivo de la ciencia el sentido procedente del mundo de la vida, la insistencia de Escrivá en la "unidad de vida" brilla con luz propia: ‘tenemos –dice el santo– una única vida, hecha de carne y de espíritu, y esa tiene que ser, en el alma y en el cuerpo, santa y llena de Dios’”[3]

En esta idea, por lo demás, se realiza también una llamada a superar la escisión típica de esos hombres de la modernidad, que a menudo son "especialistas sin espíritu, vividores sin corazón" y que conforman la sociedad como una masa anónima, fácilmente manejable por el poder, como el s. XX ha experimentado dolorosamente. 

La identidad del hombre contemporáneo se encuentra tan fragmentada que sólo un criterio de identidad sobrenatural como “hijo de Dios” se demuestra capaz de restablecer la unidad perdida. La “unidad de vida” es una clave que puede ayudar a corregir las deformaciones prácticas a las que puede llevar la especialización moderna del trabajo, pues el lenguaje propio de la virtud permite afrontar, mitigándolo, el riesgo de fragmentación psicológica anejo a la especialización, que es uno de los riesgos éticos más característicos que tenemos planteados desde el origen mismo de la modernidad.

No se trata sólo de un problema teórico. Nos encontramos ante una sociedad en la que el trabajo fagocita al individuo y en la que los políticos, empresarios y distintas instancias de la opinión pública, parecen ignorar muchas veces la realidad de la familia como vínculo necesario y determinante de la persona. Al mismo tiempo, ningún ser humano, hombre o mujer, puede renunciar a estos dos ámbitos esenciales de realización personal y de socialización. Todos necesitamos de un trabajo y todos necesitamos de una familia; sin embargo, ambos parecen sufrir hoy una profunda crisis de identidad, y no porque hayan dejado de ser lo que son, sino porque se viven de otra manera. 

La “unidad de vida” parece ofrecer una vía de solución para conciliar la vida familiar y la laboral, pues muchas veces se parte de un desenfoque inicial en el planteamiento de la propia realización personal. Sólo entendiendo la familia y el trabajo como ámbitos de servicio, con una dimensión trascendente, se puede hacer una elección personal centrada en el orden y los ideales. En definitiva, se trata de hacer una elección personal basada en una clara jerarquía de valores: Dios, los demás y después yo. Un sistema de prioridades que exige vivir el abandono y la fe en la Providencia, y además las virtudes humanas y el sentido común.

Así explicaba San Josemaría el desasosiego interior que muchas veces aqueja al hombre y a la mujer de hoy ante la dificultad de “llegar a todo”:  

Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de limitaciones efectivas –que tenemos todos, porque somos humanos– de la falta de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he llamada la mística ojalatera hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo![4]


No se quedaba, San Josemaría, en el diagnóstico, sino que aportaba una solución desde la “unidad de vida”:

El remedio –costoso como todo lo que vale– está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en El nuestro centro descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento”.[5]



Hijos de Dios y ciudadanos del mundo


"Espíritu" y "corazón" son dos palabras frecuentes en la predicación del fundador del Opus Dei que, "en confidencia de amigo, de hermano, de padre", se dirige siempre a la persona concreta, y no sabe en absoluto de "masas". Esta orientación, tan cristiana, hacia la persona concreta, se alimenta, más que del respeto, del amor a la dignidad de toda persona, creada a imagen de Dios, cuya redención del pecado ha merecido "toda la sangre de Cristo". 

¡Qué grande ha de ser la dignidad del hombre, para merecer la muerte de Dios!: el pensamiento abstracto puede intentar expresar de mil maneras esta idea, pero difícilmente podrá transmitir la fuerza que tiene en la experiencia de un santo. 

En el contexto en el que nos movemos hoy, de deconstrucción del pensamiento moderno, la idea de "dignidad" no sale por lo general muy bien parada. Por eso impacta la fe de San Josemaría en el hombre, manifestada de tantas maneras, particularmente en la afirmación categórica de su libertad. 

La idea de libertad del fundador del Opus Dei, que se revela en la práctica como incomparablemente más radical que la libertad moderna, tiene una raíz profunda, teológica -"la libertad con la que nos liberó Cristo"-, que, como ha mostrado Cornelio Fabro, admite el parangón con la idea de libertad de San Pablo o de San Agustín[6]. Con todo, su idea de libertad no carece de consecuencias en la convivencia social y política: desde muy pronto –desde luego, mucho antes de la revitalización del debate contemporáneo sobre la sociedad civil- San Josemaría habló positivamente de pluralismo en todas las opciones temporales, refiriéndose expresamente a la virtud de la "ciudadanía", de una forma novedosa al menos para los cánones de entonces. 

Precisamente, su predicación, orientada hacia el crecimiento en virtudes y no sólo al cumplimiento de los mandamientos, resulta de especial interés al menos por dos motivos: por la imbricación existencial de naturaleza y gracia que trasluce, y por el mismo lenguaje en que se expresa, que, tal y como ha observado el fenomenólogo Robert Sokolowski, refleja un agudo conocimiento de la psicología humana, además de resultar extraordinariamente cercano al hombre moderno. 

En general, su énfasis en las virtudes –con lo que este concepto implica de superación, de crecimiento- no es sino una manifestación más del optimismo que alienta todo su mensaje, y que se comunica al modo de entender la vida misma. 

Es difícil encontrar un mensaje que, siendo tan consciente de la miseria del hombre sea, a la vez tan optimista, tan contagiosamente optimista. La definición que ofrecía de sí mismo -"un pecador que ama con locura a Jesucristo"- contiene los dos elementos de esa paradoja que, más que la famosa caña pensante de Pascal, alumbra simultáneamente la miseria y la grandeza del hombre. En última instancia, una confianza como la de San Josemaría en la dignidad humana –tan sólida, incluso después de haber padecido personalmente tantas injusticias- sólo puede tener un fundamento sobrenatural. 

Por eso, el mensaje predicado por el fundador del Opus Dei exige dar “una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa guiada por la acción del Espíritu[7]. De ahí que la actividad de la Obra se dirija, principalmente, a dar una intensa formación cristiana, para que cada uno personalmente, como ciudadano exactamente igual a los demás de su país, realice un apostolado en y a través de su trabajo profesional, con libertad y responsabilidad personales.

Esta es la aportación fundamental del Opus Dei a la pastoral y a la acción apostólica de la Iglesia: la formación de cristianos responsables, que se esfuercen por santificar su profesión con el alimento espiritual que les facilita la Obra, para poder servir a la Iglesia universal y a las diócesis, con un constante apostolado personal, cada uno bajo su responsabilidad. 



Al servicio de la nueva evangelización


Los fieles de la Prelatura y quienes participan de sus apostolados intentan prestar, contando con sus limitaciones, un hondo y extenso servicio a la diócesis. Mediante el continuo y constante apostolado personal de amistad y confidencia, tratan de contribuir a que haya muchos más católicos activos que frecuentan los templos y colaboran generosamente, cada uno bajo su personal responsabilidad, en las diversas iniciativas apostólicas, catequísticas, sociales, etc. que haya en cada diócesis. 

El espíritu del Opus Dei no promueve, por tanto, un modelo concreto de cultura o de sociedad cristiana, sino que estimula a los católicos a vivir su fe en sus actividades generadoras de cultura y constructoras de la sociedad. Así se conjuga el contenido objetivo de la fe con la variedad subjetiva de las realidades culturales. 

El mensaje del Opus Dei consiste en proponer, frente a la secularización, un modo más profundo de entender la relación entre la fe y la vida ordinaria: la secularidad cristiana.

La secularidad critiana no permite que los cristianos, al no conseguir el necesario consenso social sobre su modelo, decidan construir la ciudad de Dios en la tierra, construyendo ghettos –físicos o culturales- católicos. Pero tampoco admite la confusión de secularidad con secularismo, pues sería reducir la fe a pura espiritualidad, al margen de las actuaciones concretas. Supondría admitir una cultura opuesta a los valores cristianos que ahogaría cada vez más la vida religiosa de los ciudadanos cristianos:


No os dejéis arrastrar por el ambiente—les recomendaba San Josemaría a los cristianos de a pie—. Llevad vosotros el ambiente de Cristo a todos los lugares. Preocupaos de marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina, en todas las criaturas que se crucen en vuestro camino. No permitáis que el espejismo de la novedad arranque, de vuestra alma, la piedad. La verdad de Dios es eternamente joven y nueva, Cristo no queda jamás anticuado[8].


Sed de Cristo. Este mundo nuestro necesita más que nunca un cambio, una auténtica revolución cristiana, una evangelización con nuevos parámetros. Este es uno de nuestros retos. Pero sabemos que la revolución más honda debe darse en lo hondo de cada uno de nosotros, en nuestro corazón de cristianos. Ahí es donde debe producirse la verdadera revolución, la auténtica conversión, para vivir plenamente de Cristo. Sabemos bien que si los cristianos nos tomáramos en serio nuestra fe, se produciría la revolución más importante de la historia. 

Los laicos de esta hora histórica tienen una responsabilidad singular en el Anuncio cristiano. Saben bien que, como escribía san Josemaría, como fruto de su tarea evangelizadora no van a recibir aplausos. Pero ahora, en palabras de san Josemaría, es cuando hay que “dar la cara por la Iglesia, cuando ser católico es difícil”.

¿Cómo?Con la alegría sobrenatural y el optimismo humanocontesta—de quienes están profundamente convencidos de que el cristianismo no es una religión negativa y arrinconada, sino una afirmación gozosa en todos los ambientes del mundo[9]

Sabemos, sin embargo, que el seguimiento de Cristo no nos lleva necesariamente a un triunfo humano en esta sociedad seducida por el éxito y la notoriedad. No, los cristianos actuales no pueden esperar aplausos, por su conducta fiel al Evangelio. Es más; es probable que sufran en su carne el desencuentro entre una vida que procura vivir conforme a las enseñanzas de Jesús de Nazaret y la de los que viven sumidos en un profundo desconocimiento, alejamiento de Dios; o que se sitúan —desgraciadamente— en contra del mensaje de Cristo.

Pero ésa es la tarea específica de los fieles laicos, dentro del Pueblo de Dios: llevar la luz del Evangelio a esos corazones oscurecidos. Y deben llevarla de un modo comprensivo, humilde y gozoso, sabiendo que no son ellos la respuesta, sino Cristo nuestro Señor, del cual tiene sed el mundo.

Ante los amplios horizontes que Juan Pablo II abre a la Iglesia en el comienzo del tercer milenio, el realismo cristiano que impregna todo el espíritu del Opus Dei nos recuerda que el Espíritu Santo cuenta con los fieles laicos para llevar la Palabra al vecino; al colega de trabajo; al compañero de deporte; a la señora con la que se coincide en la peluquería...


“Si no hacemos mejores cristianos a las personas que están a nuestro alrededor —recordaba san Josemaría— , si no tenemos hambre de que la gente que nos trata sea más amiga de Dios, hasta llegar a una intimidad grande, significa que no respondemos a la llamada que hemos recibido, que nos obliga a extender el Reino de Dios, y -¡pensadlo bien!- significa que hasta humanamente hemos fracasado, porque hemos desertado del camino que el Señor, en su amor y en su misericordia infinita, nos ha trazado a cada uno”[10].


El Santo de la vida cotidiana –como denominó Juan Pablo II al fundador del Opus Dei el día de su canonización– mostraba su natural talante optimista y esperanzado al recordar que este mundo lo vivifican los santos desconocidos: esas personas cuyo nombre no saltará nunca a los titulares de la prensa ni a las pantallas de televisión: 


Probablemente, cerca de ti—contestaba a un brasileño que le había preguntado en este sentido—habrá tantas personas que a los ojos de Dios son muy agradables y verdaderamente santas.Y concluía:No te quepa duda de que este momento de locura es momento de santidad. Y que, en esta gran ciudad que lleva el nombre del Apóstol de las Gentes, hay muchas almas maravillosas, ocultas, y quién sabe si no querrá el Señor, a la vuelta del tiempo y de no mucho, ponerlas en los altares para ejemplo. De modo que... ¡quédate tranquilo! Almas santas hay, y no pocas: ¡muchas![11].


El Señor concede su gracia; pero el cristiano debe acogerla, en su oración personal, en los sacramentos, en la coherencia de su peregrinación terrena. El mensaje de san Josemaría lleva a encarnar el Evangelio en la propia vida, esforzándose por alcanzar la santidad en medio de un mundo surcado por tensiones personales y sociales. No se trata de una pretendida santidad intimista... 

La santidad —en palabras de san Josemaría— es luchar contra los propios defectos constantemente. Santidad es cumplir el deber de cada instante, sin buscarse excusas. Santidad es servir a los demás, sin desear compensaciones de ningún género. Santidad es buscar la presencia de Dios –el trato constante con Él- con la oración y con el trabajo, que se funden en un diálogo perseverante con el Señor. Santidad es el celo por las almas, que lleva a olvidarse de uno mismo. Santidad es la respuesta positiva de cada momento en nuestro encuentro personal con Dios[12].


 Trabajar con espíritu de servicio

Esa llamada universal a la santidad se traduce, según el espíritu del Opus Dei, en recordar que todos los cristianos pueden descubrir a Dios en sus ocupaciones cotidianas y, principalmente, en el trabajo profesional. 

Para un cristiano, santificar el trabajo no consiste en la apariencia externa, o en la búsqueda del éxito, sino en el deseo de asociar cada día la propia entrega a la ofrenda del Redentor. Entonces, el quehacer más importante es el que mejor responde a las exigencias éticas y espirituales. Parafraseando a Ernst Jünger, se podría decir que la verdadera medida del trabajo que realizamos es el crecimiento que los demás experimentan merced a la fuerza de nuestro amor.

Ciertamente todo trabajo es un modo de autorrealización, pero en estos momentos es más necesario que nunca resaltar su dimensión de servicio recordando esta idea medular, expresada en palabras de Joaquín Navarro-Valls: “la búsqueda de lo divino en lo ordinario no es un nuevo trabajo que se añade a lo que cada día hay que hacer, sino un nuevo modo de relacionarse con las cosas y con las personas[13]

Conviene recordar de nuevo esta verdad cristiana, que tantas veces subrayó san Josemaría:La categoría del oficio depende de las condiciones personales del que lo ejercita, de la seriedad humana con que lo desempeña, del amor de Dios que ponga en él. Es noble el oficio del campesino, que se santifica cultivando la tierra; y el del profesor universitario, que une la cultura a la fe; y el del artesano, que trabaja en el propio hogar familiar; y el del banquero, que hace fructificar los medios económicos en beneficio de la colectividad; y el del político, que ve en su tarea un servicio al bien de todos; y el del obrero, que ofrece al Señor el esfuerzo de sus manos[14].

El Santo Padre, que trabajó como obrero en una fábrica durante la ocupación nazi de Polonia, resumió algunas enseñanzas de san Josemaría afirmando que “para todo bautizado que quiera seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio o las paredes domésticas pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que decidió llevar una vida oculta durante treinta años. ¿Puede alguien dudar que los años de Jesús en Nazaret no fuesen ya parte integrante de su misión salvadora?”. Para Juan Pablo II, “lo mismo sucede para nosotros. Las cosas de cada día, aparentemente grises, pueden adquirir, en su monotonía de gestos que parecen siempre iguales, una dimensión sobrenatural que las transfigura[15]

En aparente contradicción, San Josemaría afirma que el único modo de espiritualizar la realidad y devolverle su sentido original, es “materializando” la santidad en las mismas realidades ordinarias. Esta “materialización” es importante porque la persona humana se relaciona con las cosas y con los demás desde y con su corporeidad. Por lo tanto ha de “materializar” –es decir, concretar en realidades y en acciones temporales– hasta sus deseos más espirituales.

Como señala Navarro-Valls, “el fundamento último de esta enseñanza está en la figura de Cristo con quien Dios irrumpe en la historia de los hombres, no como idea o como inspiración sino asumiendo en Él la humanidad y haciéndose, Dios mismo, hombre.. Por eso, Escrivá audazmente y con una aparente paradoja dice que ‘a ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales’. Este ir más allá de las percepciones cotidianas es lo que da a la vida del cristiano el sereno realismo de quien ve el mundo como es y no como parece ser[16].

El trabajo es, además, la forma principal –aunque no única– que la mayoría de personas tienen a su alcance para construir la sociedad y para dejar su huella en el mundo. Sería una concepción elitista de la cultura considerarla propiedad de ese grupo de personas que se suelen denominar “intelectuales”: la cultura es la huella que deja la actividad humana en el mundo y en la historia. 

El mismo hecho de que se califique de “profesional” al trabajo muestra esa dimensión comunitaria: la profesión u oficio no es un mero puesto de trabajo, sino una manera de entender la participación de cada uno en las responsabilidades sociales, de acuerdo con las reglas deontológicas y profesionales aceptadas. 

Por esa dimensión social, el trabajo se proyecta como un servicio a la comunidad local, a la nación y aun a toda la humanidad. Santificar el trabajo implica, por tanto, dar a la actividad profesional un sentido de servicio a los demás, de construcción de la sociedad en que vivimos y de preparación de un mundo mejor para los que vendrán después.

En efecto, la santificación del trabajo conlleva entender, entre otras cosas, que la actividad empresarial no debe circunscribirse a la simple consecución de beneficios ni a la supervivencia de la empresa, sino que debe ampliar sus responsabilidades en busca del bien común. Como señala el Prof. Cavallé, “éste no se limita al mejor reparto del valor añadido, sino que demanda la transformación de las circunstancias que permitan y faciliten el desarrollo integral de las personas que componen la organización, o que se relacionan con ella[17].

Esa transformación de las estructuras de trabajo incluye, por ejemplo, la mejora de las condiciones para el desarrollo de las virtudes cristianas en el desempeño de las responsabilidades profesionales. Éstas deben comprender, no sólo el respeto y el cumplimiento de las leyes vigentes, sino todo aquello que contribuya a combatir la corrupción y a fomentar un comportamiento ético de todos los empleados.



Santificar el trabajo es promover la justicia


No quedaría completo el mensaje de santificación del trabajo si no tuviéramos siempre presente que intentar vivir a fondo el cristianismo lleva consigo una preocupación efectiva por contribuir a resolver problemas del entorno. 

En una de sus homilías, el fundador del Opus Dei se expresaba así: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor. Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás[18]

De ahí que los fieles de la prelatura y los cooperadores, además de intentar realizar con responsabilidad social su trabajo profesional, promuevan en cada país diversas labores en beneficio de la comunidad. Se trata de actividades civiles de interés público como universidades, escuelas de formación profesional, centros educativos poara disminuidos psíquicos, residencias de estudiantes, colegios, dispensarios, etc. Son iniciativas de carácter profesional que responden a necesidades reales. Sus promotores las gestionan y sostienen, también económicamente, bajo su responsabilidad. 

Así las describía San Josemaría: "nacen en distintos sitios del mundo con una espontaneidad extraordinaria. La gente, las almas grandes que hay en todos los lados, nos dicen: necesitamos esto o lo otro. Y aquello nace con el esfuerzo de todos y [...] da unos frutos maravillosos. Pero en cada país surgen labores distintas. Y cuando parecen iguales, no lo son, porque el carácter y las circunstancias de la gente son de otro estilo".

Los que trabajan en esas iniciativas mantienen la ilusión de mostrar que la santidad no se queda en un ideal “espiritualista”, sino que lleva consigo frutos de justicia y de paz. Pero, para que abunde la paz en el mundo debe crecer primero la paz en los corazones. Y la paz interior no se obtiene con una vida despreocupada y ególatra, sino con la renuncia al egoísmo.



El trabajo que promueve la justicia construye la paz 

Si nos preguntamos, como tantos lo hacen estos días en nuestro país, por qué esa paz tan querida se nos ofrece como algo casi inalcanzable, frágil e inestable, y por qué los caminos para conquistarla está erizados de dificultades, hasta hacerlos casi intransitables, encontramos la respuesta en la alabanza de los ángeles a Jesús Niño, que además de dar gloria a Dio en las alturas, pregonaban ante los pastores la paz en la tierra para los hombres de buena voluntad.

El don divino de la paz, ofrecido a todos los hombres, está condicionado a la buena voluntad de cada uno. Exige, en otras palabras, la propia conversión. Es aquí donde, en palabras de la Encíclica Redeptoris missio, “la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida.”[19]  

La paz, además de un don, es una conquista personal de cada hombre. Pero el hombre está marcado por el pecado original y sus consecuencias: porta en sí mismo un factor disgregante, una ruptura profunda con la realidad creada: con sus semejantes, consigo mismo, con Dios. Por eso la paz es siempre una meta difícil, y sus logros están sometidos a la precariedad y fragilidad que se derivan de la misma naturaleza humana.

San Josemaría fue un incansable promotor de la confesión sacramental frecuente entre los fieles, consciente de la necesidad de la paz para sus almas. Sólo la reconciliación con dios otorga esa paz, con la gracia sacramental. Y ese renacimiento en Cristo supone el propósito de una vida de servicio a los demás, y en consecuencia, de desarrollo de los pueblos.

La Iglesia, además de subrayar la naturaleza sobrenatural de la paz, en cuanto don gratuito de Dios, recuerda que está estrechamente unida con la verdad. El servicio a la verdad es un antídoto contra la violencia, que siempre busca ampararse y legitimarse en la mentira. El mensaje del Opus Dei invita, por eso, a todos los cristianos a participar activamente en la opinión pública, y a promover por todos los medios la defensa y proclamación de la verdad.

Acabo mi intervención con la lectura del punto de Camino que cité al comienzo: 

Un secreto. -Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.


-Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. -Después... "pax Christi in regno Christi" -la paz de Cristo en el reino de Cristo.”[20]


 La paz de Cristo en el reino de Cristo puede traducirse, entonces, por la paz de cada cristiano para construir el progreso y el desarrollo de los pueblos, comenzando por los más pobres, en lo espiritual y en lo material. Así se cumplen, de mil maneras imaginables, según los condicionamientos de la historia, los misteriosos designios de la providencia divina.

 Providencia divina que, como decía el prelado del Opus Dei, Mons. Echevarría, “ha querido mostrar –en pleno siglo XX, testigo de los mayores desarrollos científicos y tecnológicos del trabajo humano– que los hombres y mujeres empeñados en sus tareas profesionales y familiares pueden y deben aspirar a la plenitud de la vida cristiana, precisamente en su lugar y situación en el mundo.”[21]


            

[1] Cfr. Juan Pablo II, Encíclica FIDES ET RATIO; especialmente n. 5, 47, 55 y 82

[2] Josemaría Escrivá de Balaguer, CAMINO, Ediciones Rialp, n.301.

[3] Ana Marta González, LA APORTACIÓN DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ A LAS IDEAS DEL SIGLO XX; revista Época, nº 889, Madrid, 1-7 de marzo de 2002, pág. 58.

[4] CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER; Ediciones Rialp, Madrid, 19ª edición, 1998; n. 88.

[5] Ibídem. n. 88.

[6] Cornelio Fabro; EL TEMPLE DE UN PADRE DE LA IGLESIA, Ediciones Rialp, Madrid, 2002; págs. 171-196.

[7] CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER; Ediciones Rialp, Madrid, 19ª edición, 1998; n. 19

[8] A. Vázquez de Prada; EL FUNDADOR DEL OPUS DEI; Ediciones Rialp, Madrid, 2003, tomo III, p. 683

[9] F. Gondrand; AL PASO DE DIOS; Ediciones Rialp, Madrid, 4ª ed., 1985; p. 144

[10] Mons. Javier Echevarría; en MEMORIA DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, 3ª ed. p. 57.

[11] Encuentros con Josemaría Escrivá; Col. “Preguntas y Respuestas”. Nº 3; De la reunión en el Auditorio Anhembí, São Paulo (Brasil), 1-VI-1974 

[12] Mons. Javier Echevarría, MEMORIA DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, 3ª ed. p. 16.

[13] Joaquín Navarro-Valls, EL REALISMO HUMANO DE LA SANTIDAD, Conferencia pronunciada en Granada, 6-X-2003, editada por el Colegio Mayor Albaycín.

[14] A. Vázquez de Prada; EL FUNDADOR DEL OPUS DEI, Ediciones Rialp, Madrid, 2003, tomo III, p. 93

[15] Juan Pablo II, DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Ciudad del Vaticano, 12 de enero de 2002.

[16] Joaquín Navarro-Valls, Ibídem.

[17] Carlos Cavallé, EMPRESA Y BIEN COMÚN EN EL MENSAJE DEL BEATO JOSEMARÍA, Congreso Internacional “La grandeza de la vida corriente”, Edizioni Università della Santa Croce. Roma, 2003.

[18] Josemaría Escrivá de Balaguer, ES CRISTO QUE PASA, Ediciones Rialp, n. 111

[19] Juan Pablo II, Encíclica REDEPTORIS MISSIO, n.59, párr.1.

[20] Josemaría Escrivá de Balaguer, CAMINO, Ediciones Rialp, n.301.

[21] Mons. Javier Echevarría, PRESENTACIÓN AL LIBRO DEL CENTENARIO DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ; Ed. Rialp, 2002, p. 15. [Subir]

sábado, 18 de septiembre de 2010

PERSEVEREMOS EN LA FE

Texto del Evangelio (Lc 8,4-15): En aquel tiempo, habiéndose congregado mucha gente, y viniendo a Él de todas las ciudades, dijo en parábola: «Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».

Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y Él dijo: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan.

»La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído; después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la Palabra, la reciben con alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia».
Comentario: Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona, España)
Lo que cae en buena tierra, son los que (...) dan fruto con perseverancia
Hoy, Jesús nos habla de un sembrador que salió «a sembrar su simiente» (Lc 8,5) y aquella simiente era precisamente «la Palabra de Dios». Pero «creciendo con ella los abrojos, la ahogaron» (Lc 8,7).

Hay una gran variedad de abrojos. «Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez» (Lc 8,14).

—Señor, ¿acaso soy yo culpable de tener preocupaciones? Ya quisiera no tenerlas, ¡pero me vienen por todas partes! No entiendo por qué han de privarme de tu Palabra, si no son pecado, ni vicio, ni defecto.

—¡Porque olvidas que Yo soy tu Padre y te dejas esclavizar por un mañana que no sabes si llegará!

«Si viviéramos con más confianza en la Providencia divina, seguros —¡con una firmísima fe!— de esta protección diaria que nunca nos falta, ¡cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos! Desaparecerían un montón de quimeras que, en boca de Jesús, son propias de paganos, de hombres mundanos (cf. Lc 12,30), de las personas que son carentes de sentido sobrenatural (...). Yo quisiera grabar a fuego en vuestra mente —nos dice san Josemaría— que tenemos todos los motivos para andar con optimismo en esta tierra, con el alma desasida del todo de tantas cosas que parecen imprescindibles, puesto que vuestro Padre sabe muy bien lo que necesitáis! (cf. Lc 12,30), y Él proveerá». Dijo David: «Pon tu destino en manos del Señor, y él te sostendrá» (Sal 54,23). Así lo hizo san José cuando el Señor lo probó: reflexionó, consultó, oró, tomó una resolución y lo dejó todo en manos de Dios. Cuando vino el Ángel —comenta Mn. Ballarín—, no osó despertarlo y le habló en sueños. En fin, «Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor» (San Josemaría).

jueves, 2 de septiembre de 2010

DEFENDAMOS LA VIDA NO A LA CULTURA DE LA MUERTE

Por el camino de la injusta discriminación contra el niño,
se propone el asesinato del niño 



Dirigimos este mensaje a todos los fieles católicos, y a toda la humanidad. Nos dirigimos así a los fieles de los cultos evangélicos, con quienes nos hemos unido ante los mismos desafíos. Nos dirigimos a los fieles de los restantes cultos, y también a quienes sin profesar ningún culto, creen en la realidad de la naturaleza humana y en la defensa de sus derechos

I). Hoy, es urgente defender los derechos de los niños.

Ellos, por su naturaleza humana, tienen como derecho primero y fundamental el derecho a nacer, el derecho a la vida. Si eso se les niega, pierden todos los demás derechos. Si un niño indefenso e inocente es asesinado antes de nacersufre la más terrible e injusta de las discriminaciones. Se le niega todo. 
Cuando se rechaza esta verdad, evidente para la inteligencia que caracteriza a nuestra naturaleza humana, se construye una sociedad inhumana. Frente a la cultura de la vida, se elige la cultura de la muerte. Se elige la cultura de la promoción legal del aborto. 

Se intenta justificar esa cultura mortífera, invocando el peligro de los abortos clandestinos. No hay cifras seguras pero se estima que podría llegar a morir una madre cada cuatro mil abortos clandestinos[1].
Pero la absurda "solución" es asesinar a esos cuatro mil niños, con cuidados médicos seguros, legales y gratuitos a sus madres, para que no sufran peligro.

Por supuesto, no se utilizará la chocante palabra "asesinar". Se dirá que solo se trata de una "interrupción del embarazo". Pero serán vidas definitivamente interrumpidas. 
Otro subterfugio es presentar este tema -no como una cuestión de vida o muerte en que podrían llegar a alterarse básicos principios constitucionales- sino como un mero trámite burocrático en que por una interpretación "amplia" del Código Penal, se daría curso a una Guía Ministerial de máximo permisivismo abortista.
Por ahora, la conciencia del principal responsable lo ha impedido. 
No es posible creer que en sociedades modernas y desarrolladas no existan posibilidades legales para un trámite de justa y rápida adopción. Ni tampoco, que se carezca de posibilidades para brindar a esas madres el apoyo social, económico, psicológico, moral y espiritual que necesitan, para no ser cómplices de la muerte de sus hijos. Todo eso es posible.
Pero es rechazado por el terrible desprecio discriminatorio hacia el niño por nacer. 

II). Iniciando el camino de esa injusta discriminación contra el niño, una escasa mayoría de legisladores argentinos -mayoría obtenida a través de intensas presiones- ha aprobado una injusta ley sobre la cual nuestro pueblo no fue consultado en las plataformas electorales previas, ni tampoco después.
Nos referimos a la ley por la cual las uniones del mismo sexo han pasado a considerarse idénticas a las uniones matrimoniales del varón y la mujer.
Es una ley contraria a la realidad de la naturaleza humana, que sólo puede realizarse en una verdadera familia, a través de la diferencia y la complementariedad de la unión entre los dos sexos. Si no hubiera sido siempre así, habría dejado de existir la especie humana. 
Se pretendió que de esa manera se superaba una discriminación, cuando solo se estaba negando la realidad. Sobre esa base falsa se perpetraron entonces injustas discriminaciones.
Así, se discriminó injustamente al niño, negándole su derecho natural a tener un papá y una mamá, sostén natural indispensable para que tanto los varones como las nenas puedan desarrollarse normalmente en su propia identidad sexual.
Las consecuencias negativas de la ley alcanzarán su mayor gravedad en todo el ciclo escolar, inicial, primario y secundario. Allí se ha planificado que todos los alumnos se inicien en la llamada "perspectiva de género", de un modo que inevitablemente los inducirá a cuestionarse la identidad sexual de la cual en su inmensa mayoría se sienten naturalmente seguros.
Dicha inmensa mayoría habrá sufrido y sufrirá, entonces, una injusta discriminación. No se respetarán sus derechos a ser sostenidos en esa natural identidad sexual.
Hoy, los activistas que promueven la cultura del aborto en la Argentina, son los mismos, o están estrechamente coordinados, con los que promovieron el matrimonio homosexual, y procuran extender sus efectos a toda la sociedad en lo educativo y cultural.
Se trata de un proyecto globalizado, cuyo núcleo central se vincula indudablemente a sectores de las Naciones Unidas.

 En nombre de la lucha contra la seudo discriminación, despliegan la discriminación más activa e injusta contra quienes creen que Dios es "fuente de toda razón y justicia", y viven sostenidos por esa fe. 
La Iglesia confía en que Cristo seguirá guiándola e iluminándola, para que comprenda en la esperanza estos signos de los tiempos, y sin desanimarse nunca transmita el testimonio de la verdad en el amor, que es su misión.

sábado, 31 de julio de 2010

LA TRANSMISIÓN DE LA FE EN EL POSTMODERNISMO: EN Y DESDE LA FAMILIA"

Comunicar la fe
"La transmisión de la fe en el postmodernismo: en y desde la familia", es el título de una conferencia de la teóloga Jutta Burggraf, profesora de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

Sumario

Introducción.- I. El ambiente actual: 1. La época del postmodernismo.- 2. Actitud ante los cambios culturales.- II. La personalidad de quien habla: 1. Ser y parecer.- 2. Identidad cristiana y autenticidad.- 3. Serenidad.- 4. Amor y confianza.- III. Hablar sobre la fe: 1. Una búsqueda común.- 2. Aprender de todos.- 3. Tomar en serio las necesidades y los deseos humanos.- 4. Ir a lo esencial.- 5. Un lenguaje claro y sencillo.- 6. Un lenguaje existencial.- Nota final.

Introducción

Vamos a hablar sobre la transmisión de la fe. Me refiero a los hijos, a otros parientes, a los amigos, vecinos y colegas: a todos los que entran en una casa alegre y abierta; en una casa abierta a personas de todo tipo y condición, de todos los colores y de todas las creencias. Queremos dialogar con todos, como nos enseñó San Josemaría Escrivá, el Fundador del Opus Dei, al que debemos tanto.

Quiero empezar nuestra reflexión con una escena que nos presentó Nietzsche hace más de cien años. En su libro "La gaya ciencia", este filósofo tan perspicaz hizo gritar a un hombre loco: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!... ¿A dónde se ha ido Dios?» ... Os lo voy a decir... «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros le hemos matado!... Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos». ... Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y le miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos, y se apagó. «Vengo demasiado pronto —dijo entonces—, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres» [1].

Hoy, un siglo más tarde, podemos constatar que este "enorme suceso" sí ha llegado a los oídos de gran parte de nuestros contemporáneos, para los que "Dios" no es nada más que una palabra vacía. Se habla de un actual "analfabetismo religioso", de una ignorancia incluso de los conceptos más básicos de la fe [2].

Algunos se han preguntado si un niño, que no conoce la palabra "gracias", puede estar agradecido: porque el lenguaje no sólo expresa lo que pienso, también lo detiene. En todo caso, lo determina muy profundamente. Podemos comprobarlo en los diferentes idiomas. Hablar chino o francés, no quiere decir simplemente, cambiar una palabra por otra, sino tener otros esquemas mentales y percibir el mundo según las circunstancias de cada lugar. Algunas tribus de Siberia, por ejemplo, tienen muchas palabras distintas para la "nieve" (dependiendo de si es blanca o gris, dura o blanda, nueva o antigua), mientras que los pueblos árabes disponen de un sinnúmero de palabras para "caballo". Si se tiene esto en cuenta, se puede comprender que Carlos V afirmó: "Cuantos idiomas hablo, tantas veces soy hombre".

Con respecto al tema religioso, podemos concluir: si vivo en un mundo secularizado e ignoro el lenguaje de la fe, es humanamente imposible llegar a ser un cristiano.

I. El ambiente actual

Si queremos hablar sobre la fe, es preciso tener en cuenta el ambiente en el que nos movemos. Tenemos que conocer el corazón del hombre de hoy —con sus dudas y perplejidades—, que es nuestro propio corazón, con sus dudas y perplejidades.

1. La época del postmodernismo.- Tenemos, generalmente, muchos ídolos, por ejemplo, la salud, el "culto al cuerpo", la belleza, el éxito, el dinero o el deporte; todos ellos adquieren, en circunstancias, rasgos de una nueva religión. Chesterton dice: "Cuando se deja de creer en Dios, ya no se puede creer en nada, y el problema más grave es que, entonces, se puede creer en cualquier cosa."

Y, realmente, a veces parece que cualquier cosa es más creíble que una verdad cristiana. Mis alumnos de las Facultades civiles, por ejemplo —estudiantes de derecho o de químicas— hablan, con muy buena voluntad, de la "reencarnación" de Cristo (que tuvo lugar hace 2000 años): al parecer, la palabra "reencarnación" les es mucho más familiar que la palabra "encarnación". Observamos la influencia del budismo y del hinduismo en Occidente. ¿Por qué ejercen una atracción tan fuerte? Parece que se desea lo exótico, lo "liberal", algo así como una "religión a la carta". No se busca lo verdadero, sino lo apetecible, lo que me gusta y me va bien: un poco de Buda, un poco de Shiva, un poco de Jesús de Nazaret.

En épocas anteriores, la vida era considerada como progreso. Hoy, en cambio, la vida es considerada como turismo: no hay continuidad, sino discontinuidad; caminamos sin una dirección fija. El lema de un motorista lo expresa muy bien: "No sé adónde voy, pero quiero llegar rápidamente allí". En la literatura se habla de la "oscuridad moderna", del "caos actual".

"El hombre moderno es un gitano", se ha dicho con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo, pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que se quiera alcanzar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado.

Tal vez, todos nos hemos acostumbrado a no pensar: al menos, a no pensar hasta el final. Es el llamado pensamiento débil. Vivimos en una época en la que tenemos medios cada vez más perfectos, pero los fines están bastante perturbados.

A la vez, podemos descubrir una verdadera "sed de interioridad", tanto en la literatura como en el arte, en la música y también en el cine. Cada vez más personas buscan una experiencia de silencio y de contemplación; al mismo tiempo, están decepcionados del cristianismo que, en muchos ambientes, tiene fama de no ser nada más que una rígida "institución burocrática", con preceptos y castigos.

Otras personas huyen de la Iglesia por motivos opuestos: la predicación cristiana les parece demasiado "superficial", muy "lighf", sin fundamento y sin exigencias rigurosas. No buscan lo "liberal", sino todo lo contrario: buscan lo "seguro". Quieren que alguien les diga con absoluta certeza cuál es el camino hacia la salvación, y que otro piense y decida por ellos: ahí tenemos el gran mercado de las sectas [3].

Vivimos en sociedades multiculturales, en las que se puede observar simultáneamente los fenómenos más contradictorios. Algunos intentan resumir todo lo que nos pasa en una única palabra: postmodernismo. El término indica que se trata de una situación de cambio: es una época que viene "después" del modernismo y "antes" de una nueva era que todavía no conocemos. (Los adeptos de New Age se han apropiado del nombre: según ellos, ya estaríamos en esta nueva época, pero —a mi modo de ver— se trata de un error: ellos son simplemente "postmodernos").

El postmodernismo es una era limitada que indica el fracaso del modernismo. Se la puede comparar con la "postguerra" —el tiempo dificil después de una guerra—, que es la preparación para algo nuevo. Y se la puede relacionar también con el período "postoperatorio", en el que una persona convalece de una cirugía, antes de retomar sus actividades normales.

Parece, realmente, que vivimos un cambio de época: estamos entrando en una nueva etapa de la humanidad. Y las novedades reclaman un nuevo modo de hablar y de actuar.

2. Actitud ante los cambios culturales.- ¿Cómo conviene hablar sobre la fe en este desconcierto? Antes que nada, nos pueden ayudar unas reflexiones de Romano Guardini que no han perdido nada de su actualidad. En sus Cartas desde el lago de Como, este gran escritor cristiano habla sobre su inquietud con respecto al mundo moderno. Se refiere, por ejemplo, a lo artificioso de nuestra vida, escribe acerca de la manipulación a la que diariamente estamos expuestos, trata de la pérdida de los valores tradicionales y de la luz estridente que nos viene del psicoanálisis... Después de mostrar, en ocho largas cartas, una panorámica verdaderamente desesperante, al final del libro cambia repentinamente de actitud. En la novena y última carta expresa un "sí redondo" a este mundo en que le ha tocado vivir, y explica al sorprendido lector, que esto es exactamente lo que Dios nos pide a cada uno. El cambio cultural, al que asistimos, no puede llevar a los cristianos a una perplejidad generalizada [4]. No puede ser que en todas direcciones se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran los tiempos pasados. Pues es Dios mismo quien actúa en los cambios. Tenemos que estar dispuestos a escucharle y dejamos formar por Él [5].

Quien quiere influir en el presente, tiene que amar el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente", dice Bonhoeffer. "Quien huye del presente, huye de la hora de Dios" [6].

Hoy en día, una persona percibe los diversos acontecimientos del mundo de otra forma que las generaciones anteriores, y también reacciona afectivamente de otra manera. Por esta razón, es tan importante saber escuchar [7]. Un buen teólogo lee tanto la Escritura como el periódico, alguna revista o el internet; muestra cercanía y simpatía hacia nuestro mundo [8]. Y sabe que es en las mentes y en los corazones de los hombres y mujeres que le rodean, donde puede encontrar a Dios, de un modo mucho más vivo que en teorías y reflexiones.

Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias creencias de un modo distinto que antes [9]. A este respecto comenta un escritor: "No estoy dispuesto a modificar mis ideas (básicas) por mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con nadie" [10].

II. La personalidad de quien habla

Para tratar sobre Dios, no sólo hace falta tener en cuenta el ambiente que nos rodea. Todavía más decisiva es la personalidad de quien habla: porque, al hablar, no sólo comunicamos algo; en primer lugar, nos expresamos a nosotros mismos. El lenguaje es un "espejo de nuestro espíritu" [11].

Existe también un lenguaje no verbal, que sustituye o acompaña nuestras palabras. Es el clima que creamos a nuestro alrededor, ordinariamente a través de cosas muy pequeñas, como son, por ejemplo, una sonrisa cordial o una mirada de aprecio. Cuando faltan los oligoelementos en el cuerpo humano, aunque sean mínimos, uno puede enfermar gravemente y morir. De un modo análogo podemos hablar de "oligoelementos" en un determinado ambiente: son aquellos detalles, difícilmente demostrables y menos aún exigibles, que hacen que el otro se sienta a gusto, que se sepa querido y valorado.

1. Ser y parecer.- Nos conviene tomar en serio algunas de las modernas teorías de la comunicación (que, por cierto, expresan verdades de perogrullo). Estas teorías nos recuerdan que una persona transmite más por lo que es que por lo que dice. Algunos afirman incluso que el 80% o 90% de nuestra comunicación ocurre de forma no verbal.

Además, transmitimos sólo una pequeña parte de la información de modo consciente, y todo lo demás de modo inconsciente: a través de la mirada y la expresión del rostro, a través de las manos y los gestos, de la voz y todo el lenguaje corporal. El cuerpo da a conocer nuestro mundo interior, "traduce" las emociones y aspiraciones, la ilusión y la decepción, la generosidad y la angustia, el odio y la desesperación, el amor, la súplica, la resignación y el triunfo; y difícilmente engaña. San Agustín habla de un "lenguaje natural de todos los pueblos" [12].

Los demás perciben el mensaje, asimismo, sólo en parte de modo consciente, y se enteran de muchas cosas inconscientemente. Se me ha grabado una situación, en la que he comprobado esta verdad de un modo muy claro. Cuando trabajaba en una institución para personas enfermas y solitarias, algún día, un directivo entró en la habitación de un enfermo y le hablaba muy amablemente, haciéndole todo tipo de caricias. Pero cuando salió de la habitación, el enfermo me confesó que sentía mucha antipatía hacia este director. ¿Por qué? Por razones de mi trabajo me había enterado que el visitante, en realidad, despreciaba al enfermo. Quería disimularlo, pero lo expresó inconscientemente. Y, como era de temerse, el enfermo lo percibió perfectamente.

Esto quiere decir que no basta sonreír y tener una apariencia agradable. Si queremos tocar el corazón de los otros, tenemos que cambiar primero nuestro propio corazón. La enseñanza más importante se imparte por la mera presencia de una persona madura y amante. En la antigua China y en la India, el hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales sobresalientes. No sólo transmitía conocimientos, sino profundas actitudes humanas. Quienes entraban en contacto con él, anhelaban cambiar y crecer —y perdían el miedo a ser diferentes.

Justamente hoy es muy importante experimentar que la fe es muy humana y muy humanizante; la fe crea un clima en el que todos se sienten a gusto, amablemente interpelados a dar lo mejor de sí. Esta verdad se expresa en la vida de muchos grandes personajes, desde el apóstol San Juan hasta la Madre Teresa de Calcuta y San Josemaría Escrivá.

2. Identidad cristiana y autenticidad.- Para hablar con eficacia sobre Dios, hace falta una clara identidad cristiana. Quizá nuestro lenguaje parece, a veces, tan incoloro, porque no estamos todavía suficientemente convencidos de la hermosura de la fe y del gran tesoro que tenemos, y nos dejamos fácilmente aplastar por el ambiente.

Pero la luz es antes que las tinieblas, y nuestro Dios es el eternamente Nuevo. No es la "vetustez" del cristianismo originario lo que pesa a los hombres, sino el llamado cristianismo burgués. "Pero este cristianismo burgués no es el cristianismo —advierte Congar—. Es tan sólo la encarnación del cristianismo en la civilización burguesa." [13]. Este hecho nos permite tener una cierta porción de optimismo y de esperanza a la hora de hablar de Dios.

Un cristiano no tiene que ser perfecto, pero sí auténtico. Los otros notan si una persona está convencida del contenido de su discurso, o no. Las mismas palabras —por ejemplo, Dios es Amor— pueden ser triviales o extraordinarias, según la forma en que se digan. "Esa forma depende de la profundidad de la región en el ser de un hombre, de donde proceden, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha" [14]. Si alguien habla desde la alegría de haber encontrado a Dios en el fondo de su corazón, puede pasar que conmueva a los demás con la fuerza de su palabra. No hace falta que sea un brillante orador. Habla sencillamente con la autoridad de quien vive —o trata de vivir— lo que dice; comunica algo desde el centro mismo de su existencia, sin frases hechas ni recetas aburridas.

Una persona asimila, como por ósmosis, actitudes y comportamientos de quienes le rodean. Así, toda actividad cristiana puede invitar a abrirse a Dios, esté o no en relación explícita con la fe. Pero también puede escandalizar a los demás, de modo que las palabras pierdan valor. Edith Stein cuenta que perdió su fe judía cuando, de niña, se dio cuenta de que, en las ceremonias de la Pascua, sus hermanos mayores sólo "hacían teatro" y no creían lo que decían.

3. Serenidad.- Un cristiano no es, en primer lugar, una persona "piadosa", sino una persona feliz, ya que ha encontrado el sentido de su existencia. Precisamente por esto es capaz de transmitir a los otros el amor a la vida, que es tan contagioso como la angustia.

No se trata, ordinariamente, de una felicidad clamorosa, sino de una tranquila serenidad, fruto de haber asimilado el dolor y los llamados "golpes del destino". Es preciso convencer a los otros —sin ocultar las propias dificultades— que ninguna experiencia de la vida es en vano; Siempre podemos aprender y madurar —también cuando nos desviamos del camino, cuando nos perdemos en el desierto o cuando nos sorprende una tempestad. Gertrud von Le Fort afirma que no sólo el día soleado, sino también la noche oscura tiene sus milagros. "Hay ciertas flores que. sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación" [15].

¿Cómo puede comprender y consolar quien no ha sido nunca destrozado por la tristeza? Hay personas que, después de sufrir mucho, se han vuelto comprensivos, cordiales, acogedores y sensibles frente al dolor ajeno. En una palabra, han aprendido a amar.

4. Amor y confianza.- El amor estimula lo mejor que hay en el hombre. En un clima de aceptación y cariño, se despiertan los grandes ideales. Para un niño, por ejemplo, es más importante crecer en un ambiente de amor auténtico, sin referencias explícitas a la religión, que en un clima de "piedad" meramente formal, sin cariño. Si falta el amor, falta la condición básica para un sano desarrollo. No se puede modelar el hierro frío; pero cuando se lo calienta, es posible formado con delicadeza.

A través de los padres, los hijos deberían descubrir el amor de Dios [16]. Hace falta el "lenguaje de las obras"; es preciso vivir el propio mensaje. Lo decisivo no son las lecciones y las clases de catecismo, que vendrán más tarde. Antes, mucho antes, conviene preparar la tierra para que acoja la semilla.

En sus primeros años de vida, cada niño realiza un descubrimiento básico, que será de vital importancia en su carácter: o "soy importante, me entienden y me quieren", o "estoy por medio, estorbo". Cada uno tiene que hacer, de algún modo, esta experiencia de amor que nos transmite Isaías: "Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero... En la palma de mis manos te tengo tatuado" [17].

Si falta esta experiencia, puede ocurrir que una persona nunca sea capaz de establecer relaciones duraderas, ni de trabajar con seriedad. Y, sobre todo, será dificil para ella creer de verdad en el amor de Dios: creer que Dios es un Padre que comprende y perdona, y que exige con justicia para el bien del hijo [18]. "La historia de la decadencia de cada varón y de cada mujer habla dé que un niño maravilloso, valioso, singularísimo y con muchas cualidades perdió el sentimiento del propio valor" [19]. Esto dificilmente se puede arreglar más tarde dando clases sobre el amor de Dios. Una persona dijo con acierto: "Lo que haces, es tan ruidoso que no oigo lo que dices".

Muchas personas no han podido desarrollar la "confianza originaria". Y como no la conocen, se mueven en un ambiente de "angustia originaria". N o quieren saber nada de Dios; llegan a sentir miedo y hasta terror frente al cristianismo. Porque, para ellos, Dios no es nada más que un Juez severo, que castiga y condena, incluso con arbitrariedad. No han descubierto que Dios es Amor, un Amor que se entrega y que está más interesado en nuestra felicidad que nosotros mismos.

Por eso, es tan importante creer erllas capacidades de los demás y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene.de ella. Hay muchos hombres y mujeres que saben animar a los otros a ser mejores, a través de una admiración discreta y silenciosa. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, que, con paciencia y constancia, animan y ayudan a desarrollar.

Cuando alguien nota que es querido, adquiere una alegre confianza en el otro: comienza a abrir su intimidad. La transmisión de la fe comienza —a todos los niveles— con un lenguaje no verbal. Es el lenguaje del cariño, de la comprensión y de la auténtica amistad.

III. Hablar sobre la Fe

Cuando conozco bien a otro, conozco también sus experiencias, sus heridas y sus ilusiones. Y —si hay reciprocidad en ese conocimiento— el otro sabe lo que yo he vivido, lo que me hace sufrir y lo que me da esperanza. La amistad nunca es una vía unilateral. En un clima de mutuo conocimiento es más fácil hablar de todo, también de la fe.

1. Una búsqueda común.- Hay personas que tienen una fuerte identidad cristiana y, a pesar de ella, no logran convencer a nadie. Cuando alguien se muestra demasiado seguro, en principio, no se le acepta hoy en día. Hay un rechazo a los "grandes relatos" y también a los "portadores de la suma verdad", porque tenemos más claro que nunca que nadie puede saberlo todo. Se habla de una pastoral "desde abajo", no "desde arriba", no desde la cátedra, que quiere instruir a los "pobres ignorantes". Este modo de actuar ya no es eficaz, y quizá nunca lo fue.

Viene a la memoria lo que se cuenta del Papa Juan Pablo II. Ocurrió durante el Concilio Vaticano II. En una de las sesiones plenarias del Concilio, el entonces joven obispo Wojtyla pidió la palabra e, inesperadamente, hizo una aguda crítica al proyecto de uno de los documentos más importantes, que se había propuesto. Dio a entender que el proyecto no servía nada más que para ser echado a la papelera. Las razones eran las siguientes: "En el texto presentado, la Iglesia enseña al mundo. Se coloca, por así decirlo, por encima del mundo, convencida de su posesión de la verdad, y exige del mundo que le obedezca". Pero esta actitud puede expresar una arrogancia sublime. "La Iglesia no ha de instruir al mundo desde la posición de la autoridad, sino que ha de buscar la verdad y las soluciones auténticas de los problemas difíciles de la vida humana junto al mundo" [20]. El modo de exponer la fe no debe convertirse nunca en un obstáculo para los otros.

2. Aprender de todos.- Lo que atrae más en nuestros días, no es la seguridad, sino la sinceridad: conviene contar a los otros las propias razones que me convencen para creer, hablar también de las dudas y de los interrogantes [21]. En definitiva, se trata de ponerse al lado del otro y de buscar la verdad junto con él. Ciertamente, yo puedo darle mucho, si tengo fe; pero los otros también pueden enseñarme mucho.

Santo Tomás afirma que cualquier persona, por erróneas que sean sus convicciones, participa de alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno [22]. Por tanto, no sólo debemos transmitir la verdad que —con la gracia divina— hemos alcanzado, sino que estamos también llamados a profundizar continuamente en ella y a buscada allí donde puede encontrarse, esto es, en todas partes. Es muy enriquecedor, por ejemplo, conversar con judíos o con musulmanes; siempre se nos abren nuevos horizontes. Y la verdad, la diga quien la diga, sólo puede proceder de Dios [23].

Como los cristianos no tenemos conciencia plena de todas las riquezas de la propia fe, podemos (y debemos) avanzar, con la ayuda de los demás. La verdad nunca se posee entera. En última instancia, no es algo, sino alguien, es Cristo. No es una doctrina que poseemos, sino una Persona por la que nos dejamos poseer. Es un proceso sin fin, una "conquista" sucesiva.

3. Tomar en serio las necesidades y los deseos humanos.- Podemos preguntarnos: ¿por qué esta o aquella ideología atrae a tanta gente? Ordinariamente, muestran los deseos y necesidades más hondas de nuestros contemporáneos (que son nuestros propios deseos y necesidades). La teoría de la reencarnación, por ejemplo, manifiesta la esperanza en otra vida; la meditación trascendental enseña cómo uno puede apartarse de los ruidos exteriores e interiores; y los grupos skinhead o cabezas rapadas, al igual que los punk de los años 80 (y 90), los góticos de los 90 (y del 2000) y los raperos de hoy ofrecen una solidaridad —un sentido de pertenencia— que muchos jóvenes no encuentran en sus familias.

Sin embargo, la fe ofrece respuestas mucho más profundas y alentadoras. Nos dice que todos los hombres —y en particular los cristianos— somos hermanos, llamados a andar juntos por el camino de la vida. Nunca nos encontramos solos. Cuando hablamos con Dios en la oración —que podemos hacer en cualquier momento del día—, no nos distanciamos de los demás, sino que nos unimos con quien más nos quiere en este mundo, y quien nos ha preparado a todos una vida eterna de felicidad.

Si conseguimos exponer el misterio divino desde la clave del amor, será más fácil despertar los intereses del hombre moderno. Hay intentos considerables en este sentido [24]. El Dios de los cristianos es el Dios del Amor, porque no sólo es Uno; a la vez es Trino. Como amar consiste en relacionarse con un tú —en dar y recibir—, un Dios "solo" (una única persona) no puede ser Amor. ¿A quién podría amar, desde toda la eternidad? Un Dios solitario, que se conoce y se ama a sí mismo, puede ser considerado, en el fondo, como un ser muy inquietante.

El Dios trino es, realmente, el Dios del Amor. En su interior, descubrimos una vida de donación y de entrega mutua. El Padre da todo su amor al Hijo; ha sido llamado el "Gran Amante". El Hijo recibe este amor y lo devuelve al Padre; es el que nunca dice "no" al Amor. El Espíritu es el mismo Amor entre ambos; es el "con-dilecto", según Hugo de San Víctor: muestra que se trata de un amor abierto, donde cabe otro, donde cabemos también nosotros [25]..

"Estar en el mundo quiere decir: ser querido por Dios", afirma Gabriel Marcel. Por esto, un creyente puede sentirse protegido y seguro. Puede experimentar que sus deseos más hondos están colmados.

4. Ir a lo esencial.- Cuando hablamos de la fe, es importante ir a lo esencial: el gran amor de Dios hacia nosotros, la vida apasionante de Cristo, la actuación misteriosa del Espíritu en nuestra mente y en nuestro corazón... Tenemos que huir de lo que hacen los que quieren quitar fuerza al cristianismo: reducen la fe a la moral, y la moral al sexto mandamiento. En todo caso, conviene dejar muy claro que la Iglesia dice un sí al amor. Y para salvaguardar el amor, dice un no a las deformaciones de la sexualidad.

Benedicto XVI se ha decidido por este mismo modo de actuar. Después del "Encuentro Mundial de las Familias", en Valencia, concedió una entrevista a Radio Vaticano, en la que le preguntaron: "Santo Padre, en Valencia, usted no ha hablado ni del aborto, ni de la eutanasia, ni del matrimonio gay. ¿Correspondió a una intención?". Y el Papa respondió: "Claro que sí... Teniendo tan poco tiempo no se puede comenzar inmediatamente con lo negativo. Lo primero es saber qué es lo que queremos decir, ¿no es así? Y el cristianismo... no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva. Es muy importante que esto se vea nuevamente, ya que hoy esta conciencia ha desaparecido casi completamente. Se ha hablado mucho de lo que no está permitido, y , ahora hay que decir: Pero nosotros tenemos una idea positiva que proponer... Sobre todo es importante poner de relieve lo que queremos" [26].

5. Un lenguaje claro y sencillo.- Cuando era estudiante en Colonia, tuve que preparar, en una ocasión, un trabajo largo y dificil para un seminario de la Universidad. Antes de entregarlo al profesor, lo enseñé a un compañero mayor, que lo leyó con interés, y después me dio un consejo amistoso que nunca he olvidado: "Está bien —me comentó—. Pero si quieres tener una nota buena, tienes que decir lo mismo de un modo mucho más complicado".

Así somos. A veces, confundimos lo complicado con lo inteligente, y olvidamos que Dios —la suma verdad— es, a la vez, la suma sencillez. El lenguaje de la fe habla con llaneza sobre realidades inefables. "Prefiero decir cinco palabras con sentido para instruir, que diez mil en lenguajes no inteligibles", advierte San Pablo [27].

Se pueden usar imágenes para acercar el misterio trinitario a nuestro espíritu. (En la sencillez de las imágenes encontramos más verdad que en los grandes conceptos). Una de las más corrientes es la del sol, su luz y su calor; o también la fuente, el río y el mar, comparación muy apreciada por los Padres griegos [28]. (Como los Padres de la Iglesia se expresan muchas veces en imágenes, su teología es siempre moderna). Se pueden buscar también anécdotas, citas de la literatura o escenas de películas. En tiempos del Vaticano II, los expertos fueron invitados a hablar en un lenguaje accesible: "Que se abandone todo idioma exangüe y árido, la disección cargada de afirmaciones conceptualistas, para emprender un lenguaje más vivo y concreto, a semejanza de la Biblia y de los antiguos Padres. Que se abandone la sobrecarga de discusiones secundarias y de 'cuestiones' de mera curiosidad... Dirigir a alguien un discurso abstruso, dificilmente inteligible... tiene algo de ultrajante e irrespetuoso, tanto para la verdad como para la persona que tiene derecho a comprender" [29].

Quien no entiende lo que está diciendo otra persona, no puede expresar sus dudas, no puede investigar libremente por cuenta propia. Depende del otro, y fácilmente puede ser manipulado por él.

6. Un lenguaje existencial.- Asimismo, el otro tiene derecho a conocer toda la verdad. Si reprimimos una parte de la fe, creamos un ambiente de confusión, y no prestamos una ayuda auténtica al otro. Daniélou lo dice claramente: "La condición básica de un diálogo sincero con un no cristiano es decide: tengo la obligación de depirte que un día te encontrarás con la Trinidad" [30].

Es preciso explicar a los demás la propia fe tan clara e íntegramente como sea posible [31]. Con ello, por otro lado, ganamos en sinceridad en cualquier relación humana: queremos dar a conocer la propia identidad, es decir, en nuestro caso, la identidad cristiana. El otro quiere saber quién soy yo. Si no hablamos, cuidadosamente, sobre todos los aspectos de la fe, los otros no podrían aceptamos tal como somos en realidad, y nuestra relación se tomaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería.

Pero no sólo queremos dar a conocer el propio proyecto vital. Tenemos el deseo de animar a los otros a dejarse encantar y conquistar por la figura luminosa de Cristo.

Aquí se manifiesta el carácter existencial y dinámico del lenguaje sobre la fe, que invita a los demás a entrar, poco a poco, en la vida cristiana, que es diálogo e intimidad, correspondencia al amor y, al mismo tiempo, una gran aventura, «la aventura de la fe».

Nota final.- Creer en Dios significa, caminar con Cristo -en medio de todas las luchas que tengamos- hacia la casa del Padre [32]. Pero, para ello, de poco sirven los esfuerzos, y menos aún los sermones. Nuestro lenguaje es muy limitado. La fe es un don de Dios, y también lo es su desarrollo. Podemos invitar a los otros a pedirla, junto con nosotros, humildemente de lo alto. La meta de nuestro hablar de Dios consiste en llevar a todos a hablar con Dios. Incluso Nietzsche, que combatió el cristianismo durante largas décadas, hizo al final de su vida un impresionante poema "Al Dios desconocido", que puede considerarse una verdadera oración:

"Vuelve a mí, ¡con todos tus mártires!
Vuelve a mí, ¡al último solitario!
Mis lágrimas, a torrentes,
discurren en cauce hacia Ti,
y encienden en mí el fuego
de mi corazón por Ti.

¡Oh, vuelve, mi Dios desconocido!
Mi dolor, mi última suerte, ¡mi felicidad!" [33].



Notas

[1] F. NIETZSCHE, La gaya ciencia (1887), Palma de Mallorca 1984, n.255.

[2] Cfr. Las estadísticas publicadas por J. FL YNN, Analfabetismo religioso, en "Zenit" (Agencia Internacional de Información de Roma), 3-V-2007.

[3] Cfr. M. GUERRA, Historia de las religiones, Pamplona 1980, vol. 3.

[4] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (=GS), n. 4.

[5] R. GUARDINI, Cartas del lago de Como, San Sebastián 1957.

[6] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I,1984, pp. 196-202.

[7] Cfr. Y. CONGAR, Situación y tareas de la teología de hoy, Salamanca 1970: "Si la Iglesia quiere acercarse a los verdaderos problemas del mundo actual, debe abrir un nuevo capítulo de epistemología teológico-pastoral. En vez de partir solamente del dato de la revelación y de la tradición, como ha hecho generalmente la teología clásica, habrá que partir de hechos y problemas recibidos del mundo y de la historia. Lo cual es mucho menos cómodo; pero no podemos seguir repitiendo lo antiguo, partiendo de ideas y problemas del siglo XIII o del siglo XIV. Tenemos que partir de las ideas y los problemas de hoy, como de un dato nuevo, que es preciso ciertamente esclarecer mediante el dato evangélico de siempre, pero sin poder aprovechamos de elaboraciones ya adquiridas en la tranquilidad de una tradición segura". pp. 89 y ss.

[8] El Concilio cambia el modo habitual de la reflexión teológica y comienza a contemplar el mundo de hoy, con sus desequilibrios, temores y esperanzas; se abre a los signos de los tiempos. "El pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios". GS, 11 y 44; cfr. 4-10. Cfr. JUAN XXIII, Bula Humanae salutis (25-XII-196l), por la que el Papa convocaba el Concilio Vaticano II. IDEM, Encíclica Pacem in terris (1l-IV-1963), 39.

[9] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis redintegratio, 6.

[10] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p. 42.

[11] Cfr. E. SCHOCKENHOFF, Zur Lüge verdammt, Freiburg 2000, p. 73.

[12] SAN AGUSTÍN, Confesiones 1,8. A la vez, la expresión de los sentimientos está modalizada por la cultura. Comprender el valor expresivo de un gesto, de una mirada o de una sonrisa, indica que se está dentro de una determinada cultura.

[13] J. DANIÉLOU, El misterio de la historia. Un ensayo teológico, San Sebastián 1963, pp.39s.

[14] S. WEIL, Gravity and Grace, New York 1952, p. 117.

[15] Gertrud von Le Fort, Unser Weg durch die Nacht, en Die Krone der Frau, Zürich 1950, pp. 90 y ss.

[16] Cfr. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 14 y 36.

[17] Is 43,1-4; 49,15-16.

[18] En esta línea se explica, en parte, el fenómeno de la teología feminista radical. ¿Por qué hay tantas personas que ya no quieren hablar de "Dios Padre"? No hay pocas a las que es imposible dirigirse a Dios como "Padre", porque han tenido experiencias desagradables con sus propios padres.

[19] Cfr. J. BRADSHAW, Das Kind in uns, München 1992, p. 66.

[20] M. MALINSKI; A. BUJAK, Juan Pablo II: historia de un hombre, Barcelona 1982, p. 106. En ciertas situaciones, sin embargo, la Iglesia debe enseñar con autoridad, pero sin "autoritarismo", es decir, con autoridad y humildad.

[21] Se habla también de una "teología narrativa" que intenta descubrir la acción del Espíritu en el mundo, a través de acontecimientos y hechos concretos. Algunos autores cuentan su propia vida (Cfr. J. SUDBRACK, Gottes Geist ist konkret. Spiritualitat im christlichen Kontext, Würzburg 1999, pp.3-31), otros toman ejemplos de la literatura o de la historia para ilustrar cómo Dios actúa en todos los acontecimientos (Cfr. V. CODINA, Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, cit., pp.11-27 y pp.179-185). La pneumatología narrativa se convierte a veces en hagiografía. El hecho de que algunos grandes santos se convirtieron con la lectura de vidas de otros santos es significativo. Así, por ejemplo, Edith Stein descubrió la fe leyendo la "Autobiografía" de Teresa de Jesús. Rans Urs von Ba1thasar y René Laurentin han empezado, entre otros, a hacer una teología a partir de los santos que tienen un mensaje muy concreto para sus contemporáneos y las generaciones posteriores (Cfr. R.U. VON BALTHASAR, Thérese de Lisieux. Geschichte einer Sendung, Koln 1950. R. LAURENTIN, Vie de Bernadette, París 1978. IDEM, Vie de Catherine Labouré, Paris 1980).

[22] "Bonum potest inveniri sine malo; sed malum non potest inveniri sine bono". SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q. l09, a.1, ad 1.

[23] "Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est". Ibid cfr. IDEM, De veritate, q. 1, a.8.

[24] Cfr. BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est (25-XII-2005).

[25] Cfr. SAN AGUSTÍN: "He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor." De Trinitate, VIII,10,14: PL 42,960.

[26] Cfr. BENEDICTO XVI, Entrevista concedida a Radio Vaticano y a cuatro cadenas de televisión alemanas con motivo de su próximo viaje a Alemania, Castelgandolfo 5-VIII-2006.

[27] 1 Co 14,19.

[28] Se trata evidentemente de imágenes muy imperfectas que reclaman cada vez más explicaciones.

[29] G. PHILIPS, Deux tendances dans la théologie contemporaine, en Nouv. Rev. Théol (1963/3), p. 236.

[30] J. DANIÉLOU, Mitos paganos, misterio cristiano, Andorra 1967, p.123.

[31] Llegará el momento en que se pueda introducir —cuidadosamente— algunos términos "técnicos" —como persona, relación o naturaleza—, que se han utilizado a la hora de formular los grandes dogmas. La teología —como cualquier ciencia— tiene una terminología muy precisa de la que no podemos prescindir. Muchas palabras de las fórmulas dogmáticas proceden del ámbito filosófico; tras una larga historia de disputa entre fe y filosofía, llegaron a ser expresión específica de lo que la fe puede decir sobre sí misma. Por lo tanto, esas palabras no son solamente el lenguaje del platonismo, del aristotelismo o de cualquier otra filosofía, sino que pertenecen al lenguaje propio de la fe. Ciertamente, la revelación es superior a todas las culturas. Pero al transmitir la Buena Nueva de Cristo, se transmite también algo de cultura.

[32] Cfr. Flp 3,20.

[33] Cfr. F. NIETZSCHE, en F. WÜRZBACH (ed.), Das Vermiichtnis Friedrich Nietzsches, Salzburg-Leipzig 1940

AVE MARIA GRATIA PLENA, DOMINUS TECUM

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