Conferencia pronunciada en mayo de 2004 por Mons. Ramón Herrando Prat de la Riba, vicario regional del Opus Dei en España.
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.”
Estas palabras, que constituyen el preámbulo de la Constitución Dogmática Gaudium et Spes, han resonado con especial intensidad en la Iglesia española con motivo del atentado del 11 de marzo en Madrid.
Una vez más, sacerdotes y laicos han sabido estar junto al que sufre, colaborando desinteresadamente con muchas otras personas, creyentes o no. Los testimonios de solidaridad que presenciamos esos días fueron un asidero de esperanza al que agarrarnos en medio de la manifestación descarnada del odio y la violencia inhumanas.
A raíz de ese atentado, la sombra del miedo ha planeado sobre nuestras existencias tranquilas y pacíficas. Parece como si alguien hubiera desgarrado el velo del confortable estado de bienestar que habíamos conseguido con tanto esfuerzo durante más de cincuenta años.
Tras esa tragedia son muchas las reflexiones que se han hecho y muchas las voces que se han alzado: algunas con tonos apocalípticos; otras, aconsejando el repliegue del ser humano en su esfera individual. Lo cierto es que al acudir a las corrientes culturales contemporáneas en busca de respuestas nos volvemos llenos de vacío.
El hundimiento del racionalismo que caracterizó a la primera Ilustración y que fue llevado al extremo por las grandes construcciones idealistas, ha dado paso –según el lúcido análisis de la Fides et ratio– a un cientifismo y a un relativismo que sostienen, por una u otra vía, que la inteligencia humana sólo puede percibir fragmentos de lo real, sin tener la capacidad para llegar a una verdad sobre la que se fundamente la percepción de una meta y de un sentido[1]. No es de extrañar, entonces, que nuestra sociedad esté marcada por el pesimismo que conlleva la ausencia de ideales, el hastío y la resignación cansina.
Sin embargo, la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo en la tierra, no se cansa de hacer eco a las primeras palabras de Juan Pablo II en la Sede de Pedro: “¡no tengáis miedo!”. Lejos de constituir un canto al optimismo ingenuo, se trata de un mensaje de esperanza bien fundada: la esperanza en que el hombre, hecho a imagen y semejanza de su Creador, aunque sufre la tentación del odio, la violencia y el fanatismo, ha sido liberado por Jesucristo.
En este contexto resuenan con fuerza las palabras proféticas del fundador del Opus Dei: “estas crisis mundiales –señalaba san Josemaría- son crisis de santos”[2]. Ciertamente, se necesita hoy, de modo más acuciante que nunca, que todos los cristianos asuman con plenitud la vocación a la santidad que han recibido en el bautismo, viviendo el Evangelio con audacia, con alegría.
La proclamación a los cuatro vientos de que la santidad no es cosa para privilegiados, que la vida corriente y ordinaria ofrece materia abundante para la santificación, rescata una evidencia evangélica que –precisamente a la luz de los acontecimientos y las ideas contemporáneos– cobra particular relieve para el hombre de cualquier tiempo y lugar.
El mensaje del Opus Dei –que el mismo San Josemaría calificó audazmente de "materialismo cristiano"- se mueve en el contexto general de afirmación de la vida ordinaria como “lugar teológico” de la vocación bautismal.
Pienso que, precisamente por su raíz evangélica, ese mensaje ofrece varios aspectos que pueden aportar luces para afrontar cuestiones difíciles que se presentan en la sociedad actual.
Me gustaría compartir con Uds. algunas reflexiones con la esperanza de que contribuyan a la tarea de la nueva evangelización a la que, por mediación del Santo Padre Juan Pablo II, nos impulsa el Espíritu.
La unidad de vida: respuesta cristiana a la fragmentación del mundo contemporáneo
San Josemaría solía emplear la expresión gráfica de "unidad de vida" para referirse a la necesidad de comportarse en toda circunstancia como hijo de Dios, evitando la tentación de llevar como una doble vida: por un lado la vida de trato con Dios, por otro una vida plena de realidades terrenas –familia, trabajo, relaciones sociales, etc.- en las que Dios, sin embargo, no tiene cabida.
A finales de los años veinte del pasado siglo –en la época de la luz fundacional del Opus Dei– se producía, según los historiadores, una evolución paulatina pero generalizada hacia un estado social democrático, en el que las nociones de "vida ordinaria" y de "profesión" adquirieron un particular significado. En este sentido, la reflexión filosófica y sociológica de ese período de entreguerras constituye un trasfondo frente al cual el mensaje de la santificación de la vida ordinaria –que, en el espíritu del Opus Dei, gira como en torno a su quicio alrededor del trabajo– resulta especialmente luminoso.
Como señala una filósofa contemporánea, “ante el desencantamiento del mundo por la ciencia, y la creciente necesidad de insuflar en el mundo objetivo de la ciencia el sentido procedente del mundo de la vida, la insistencia de Escrivá en la "unidad de vida" brilla con luz propia: ‘tenemos –dice el santo– una única vida, hecha de carne y de espíritu, y esa tiene que ser, en el alma y en el cuerpo, santa y llena de Dios’”[3].
En esta idea, por lo demás, se realiza también una llamada a superar la escisión típica de esos hombres de la modernidad, que a menudo son "especialistas sin espíritu, vividores sin corazón" y que conforman la sociedad como una masa anónima, fácilmente manejable por el poder, como el s. XX ha experimentado dolorosamente.
La identidad del hombre contemporáneo se encuentra tan fragmentada que sólo un criterio de identidad sobrenatural como “hijo de Dios” se demuestra capaz de restablecer la unidad perdida. La “unidad de vida” es una clave que puede ayudar a corregir las deformaciones prácticas a las que puede llevar la especialización moderna del trabajo, pues el lenguaje propio de la virtud permite afrontar, mitigándolo, el riesgo de fragmentación psicológica anejo a la especialización, que es uno de los riesgos éticos más característicos que tenemos planteados desde el origen mismo de la modernidad.
No se trata sólo de un problema teórico. Nos encontramos ante una sociedad en la que el trabajo fagocita al individuo y en la que los políticos, empresarios y distintas instancias de la opinión pública, parecen ignorar muchas veces la realidad de la familia como vínculo necesario y determinante de la persona. Al mismo tiempo, ningún ser humano, hombre o mujer, puede renunciar a estos dos ámbitos esenciales de realización personal y de socialización. Todos necesitamos de un trabajo y todos necesitamos de una familia; sin embargo, ambos parecen sufrir hoy una profunda crisis de identidad, y no porque hayan dejado de ser lo que son, sino porque se viven de otra manera.
La “unidad de vida” parece ofrecer una vía de solución para conciliar la vida familiar y la laboral, pues muchas veces se parte de un desenfoque inicial en el planteamiento de la propia realización personal. Sólo entendiendo la familia y el trabajo como ámbitos de servicio, con una dimensión trascendente, se puede hacer una elección personal centrada en el orden y los ideales. En definitiva, se trata de hacer una elección personal basada en una clara jerarquía de valores: Dios, los demás y después yo. Un sistema de prioridades que exige vivir el abandono y la fe en la Providencia, y además las virtudes humanas y el sentido común.
Así explicaba San Josemaría el desasosiego interior que muchas veces aqueja al hombre y a la mujer de hoy ante la dificultad de “llegar a todo”:
“Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de limitaciones efectivas –que tenemos todos, porque somos humanos– de la falta de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he llamada la mística ojalatera hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!”[4]
No se quedaba, San Josemaría, en el diagnóstico, sino que aportaba una solución desde la “unidad de vida”:
“El remedio –costoso como todo lo que vale– está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en El nuestro centro descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento”.[5]
Hijos de Dios y ciudadanos del mundo
"Espíritu" y "corazón" son dos palabras frecuentes en la predicación del fundador del Opus Dei que, "en confidencia de amigo, de hermano, de padre", se dirige siempre a la persona concreta, y no sabe en absoluto de "masas". Esta orientación, tan cristiana, hacia la persona concreta, se alimenta, más que del respeto, del amor a la dignidad de toda persona, creada a imagen de Dios, cuya redención del pecado ha merecido "toda la sangre de Cristo".
¡Qué grande ha de ser la dignidad del hombre, para merecer la muerte de Dios!: el pensamiento abstracto puede intentar expresar de mil maneras esta idea, pero difícilmente podrá transmitir la fuerza que tiene en la experiencia de un santo.
En el contexto en el que nos movemos hoy, de deconstrucción del pensamiento moderno, la idea de "dignidad" no sale por lo general muy bien parada. Por eso impacta la fe de San Josemaría en el hombre, manifestada de tantas maneras, particularmente en la afirmación categórica de su libertad.
La idea de libertad del fundador del Opus Dei, que se revela en la práctica como incomparablemente más radical que la libertad moderna, tiene una raíz profunda, teológica -"la libertad con la que nos liberó Cristo"-, que, como ha mostrado Cornelio Fabro, admite el parangón con la idea de libertad de San Pablo o de San Agustín[6]. Con todo, su idea de libertad no carece de consecuencias en la convivencia social y política: desde muy pronto –desde luego, mucho antes de la revitalización del debate contemporáneo sobre la sociedad civil- San Josemaría habló positivamente de pluralismo en todas las opciones temporales, refiriéndose expresamente a la virtud de la "ciudadanía", de una forma novedosa al menos para los cánones de entonces.
Precisamente, su predicación, orientada hacia el crecimiento en virtudes y no sólo al cumplimiento de los mandamientos, resulta de especial interés al menos por dos motivos: por la imbricación existencial de naturaleza y gracia que trasluce, y por el mismo lenguaje en que se expresa, que, tal y como ha observado el fenomenólogo Robert Sokolowski, refleja un agudo conocimiento de la psicología humana, además de resultar extraordinariamente cercano al hombre moderno.
En general, su énfasis en las virtudes –con lo que este concepto implica de superación, de crecimiento- no es sino una manifestación más del optimismo que alienta todo su mensaje, y que se comunica al modo de entender la vida misma.
Es difícil encontrar un mensaje que, siendo tan consciente de la miseria del hombre sea, a la vez tan optimista, tan contagiosamente optimista. La definición que ofrecía de sí mismo -"un pecador que ama con locura a Jesucristo"- contiene los dos elementos de esa paradoja que, más que la famosa caña pensante de Pascal, alumbra simultáneamente la miseria y la grandeza del hombre. En última instancia, una confianza como la de San Josemaría en la dignidad humana –tan sólida, incluso después de haber padecido personalmente tantas injusticias- sólo puede tener un fundamento sobrenatural.
Por eso, el mensaje predicado por el fundador del Opus Dei exige dar “una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa guiada por la acción del Espíritu”[7]. De ahí que la actividad de la Obra se dirija, principalmente, a dar una intensa formación cristiana, para que cada uno personalmente, como ciudadano exactamente igual a los demás de su país, realice un apostolado en y a través de su trabajo profesional, con libertad y responsabilidad personales.
Esta es la aportación fundamental del Opus Dei a la pastoral y a la acción apostólica de la Iglesia: la formación de cristianos responsables, que se esfuercen por santificar su profesión con el alimento espiritual que les facilita la Obra, para poder servir a la Iglesia universal y a las diócesis, con un constante apostolado personal, cada uno bajo su responsabilidad.
Al servicio de la nueva evangelización
Los fieles de la Prelatura y quienes participan de sus apostolados intentan prestar, contando con sus limitaciones, un hondo y extenso servicio a la diócesis. Mediante el continuo y constante apostolado personal de amistad y confidencia, tratan de contribuir a que haya muchos más católicos activos que frecuentan los templos y colaboran generosamente, cada uno bajo su personal responsabilidad, en las diversas iniciativas apostólicas, catequísticas, sociales, etc. que haya en cada diócesis.
El espíritu del Opus Dei no promueve, por tanto, un modelo concreto de cultura o de sociedad cristiana, sino que estimula a los católicos a vivir su fe en sus actividades generadoras de cultura y constructoras de la sociedad. Así se conjuga el contenido objetivo de la fe con la variedad subjetiva de las realidades culturales.
El mensaje del Opus Dei consiste en proponer, frente a la secularización, un modo más profundo de entender la relación entre la fe y la vida ordinaria: la secularidad cristiana.
La secularidad critiana no permite que los cristianos, al no conseguir el necesario consenso social sobre su modelo, decidan construir la ciudad de Dios en la tierra, construyendo ghettos –físicos o culturales- católicos. Pero tampoco admite la confusión de secularidad con secularismo, pues sería reducir la fe a pura espiritualidad, al margen de las actuaciones concretas. Supondría admitir una cultura opuesta a los valores cristianos que ahogaría cada vez más la vida religiosa de los ciudadanos cristianos:
No os dejéis arrastrar por el ambiente—les recomendaba San Josemaría a los cristianos de a pie—. Llevad vosotros el ambiente de Cristo a todos los lugares. Preocupaos de marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina, en todas las criaturas que se crucen en vuestro camino. No permitáis que el espejismo de la novedad arranque, de vuestra alma, la piedad. La verdad de Dios es eternamente joven y nueva, Cristo no queda jamás anticuado[8].
Sed de Cristo. Este mundo nuestro necesita más que nunca un cambio, una auténtica revolución cristiana, una evangelización con nuevos parámetros. Este es uno de nuestros retos. Pero sabemos que la revolución más honda debe darse en lo hondo de cada uno de nosotros, en nuestro corazón de cristianos. Ahí es donde debe producirse la verdadera revolución, la auténtica conversión, para vivir plenamente de Cristo. Sabemos bien que si los cristianos nos tomáramos en serio nuestra fe, se produciría la revolución más importante de la historia.
Los laicos de esta hora histórica tienen una responsabilidad singular en el Anuncio cristiano. Saben bien que, como escribía san Josemaría, como fruto de su tarea evangelizadora no van a recibir aplausos. Pero ahora, en palabras de san Josemaría, es cuando hay que “dar la cara por la Iglesia, cuando ser católico es difícil”.
¿Cómo?Con la alegría sobrenatural y el optimismo humano —contesta—de quienes están profundamente convencidos de que el cristianismo no es una religión negativa y arrinconada, sino una afirmación gozosa en todos los ambientes del mundo[9].
Sabemos, sin embargo, que el seguimiento de Cristo no nos lleva necesariamente a un triunfo humano en esta sociedad seducida por el éxito y la notoriedad. No, los cristianos actuales no pueden esperar aplausos, por su conducta fiel al Evangelio. Es más; es probable que sufran en su carne el desencuentro entre una vida que procura vivir conforme a las enseñanzas de Jesús de Nazaret y la de los que viven sumidos en un profundo desconocimiento, alejamiento de Dios; o que se sitúan —desgraciadamente— en contra del mensaje de Cristo.
Pero ésa es la tarea específica de los fieles laicos, dentro del Pueblo de Dios: llevar la luz del Evangelio a esos corazones oscurecidos. Y deben llevarla de un modo comprensivo, humilde y gozoso, sabiendo que no son ellos la respuesta, sino Cristo nuestro Señor, del cual tiene sed el mundo.
Ante los amplios horizontes que Juan Pablo II abre a la Iglesia en el comienzo del tercer milenio, el realismo cristiano que impregna todo el espíritu del Opus Dei nos recuerda que el Espíritu Santo cuenta con los fieles laicos para llevar la Palabra al vecino; al colega de trabajo; al compañero de deporte; a la señora con la que se coincide en la peluquería...
“Si no hacemos mejores cristianos a las personas que están a nuestro alrededor —recordaba san Josemaría— , si no tenemos hambre de que la gente que nos trata sea más amiga de Dios, hasta llegar a una intimidad grande, significa que no respondemos a la llamada que hemos recibido, que nos obliga a extender el Reino de Dios, y -¡pensadlo bien!- significa que hasta humanamente hemos fracasado, porque hemos desertado del camino que el Señor, en su amor y en su misericordia infinita, nos ha trazado a cada uno”[10].
El Santo de la vida cotidiana –como denominó Juan Pablo II al fundador del Opus Dei el día de su canonización– mostraba su natural talante optimista y esperanzado al recordar que este mundo lo vivifican los santos desconocidos: esas personas cuyo nombre no saltará nunca a los titulares de la prensa ni a las pantallas de televisión:
Probablemente, cerca de ti—contestaba a un brasileño que le había preguntado en este sentido—habrá tantas personas que a los ojos de Dios son muy agradables y verdaderamente santas.Y concluía:No te quepa duda de que este momento de locura es momento de santidad. Y que, en esta gran ciudad que lleva el nombre del Apóstol de las Gentes, hay muchas almas maravillosas, ocultas, y quién sabe si no querrá el Señor, a la vuelta del tiempo y de no mucho, ponerlas en los altares para ejemplo. De modo que... ¡quédate tranquilo! Almas santas hay, y no pocas: ¡muchas![11].
El Señor concede su gracia; pero el cristiano debe acogerla, en su oración personal, en los sacramentos, en la coherencia de su peregrinación terrena. El mensaje de san Josemaría lleva a encarnar el Evangelio en la propia vida, esforzándose por alcanzar la santidad en medio de un mundo surcado por tensiones personales y sociales. No se trata de una pretendida santidad intimista...
La santidad —en palabras de san Josemaría— es luchar contra los propios defectos constantemente. Santidad es cumplir el deber de cada instante, sin buscarse excusas. Santidad es servir a los demás, sin desear compensaciones de ningún género. Santidad es buscar la presencia de Dios –el trato constante con Él- con la oración y con el trabajo, que se funden en un diálogo perseverante con el Señor. Santidad es el celo por las almas, que lleva a olvidarse de uno mismo. Santidad es la respuesta positiva de cada momento en nuestro encuentro personal con Dios[12].
Trabajar con espíritu de servicio
Esa llamada universal a la santidad se traduce, según el espíritu del Opus Dei, en recordar que todos los cristianos pueden descubrir a Dios en sus ocupaciones cotidianas y, principalmente, en el trabajo profesional.
Para un cristiano, santificar el trabajo no consiste en la apariencia externa, o en la búsqueda del éxito, sino en el deseo de asociar cada día la propia entrega a la ofrenda del Redentor. Entonces, el quehacer más importante es el que mejor responde a las exigencias éticas y espirituales. Parafraseando a Ernst Jünger, se podría decir que la verdadera medida del trabajo que realizamos es el crecimiento que los demás experimentan merced a la fuerza de nuestro amor.
Ciertamente todo trabajo es un modo de autorrealización, pero en estos momentos es más necesario que nunca resaltar su dimensión de servicio recordando esta idea medular, expresada en palabras de Joaquín Navarro-Valls: “la búsqueda de lo divino en lo ordinario no es un nuevo trabajo que se añade a lo que cada día hay que hacer, sino un nuevo modo de relacionarse con las cosas y con las personas”[13].
Conviene recordar de nuevo esta verdad cristiana, que tantas veces subrayó san Josemaría: “La categoría del oficio depende de las condiciones personales del que lo ejercita, de la seriedad humana con que lo desempeña, del amor de Dios que ponga en él. Es noble el oficio del campesino, que se santifica cultivando la tierra; y el del profesor universitario, que une la cultura a la fe; y el del artesano, que trabaja en el propio hogar familiar; y el del banquero, que hace fructificar los medios económicos en beneficio de la colectividad; y el del político, que ve en su tarea un servicio al bien de todos; y el del obrero, que ofrece al Señor el esfuerzo de sus manos”[14].
El Santo Padre, que trabajó como obrero en una fábrica durante la ocupación nazi de Polonia, resumió algunas enseñanzas de san Josemaría afirmando que “para todo bautizado que quiera seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio o las paredes domésticas pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que decidió llevar una vida oculta durante treinta años. ¿Puede alguien dudar que los años de Jesús en Nazaret no fuesen ya parte integrante de su misión salvadora?”. Para Juan Pablo II, “lo mismo sucede para nosotros. Las cosas de cada día, aparentemente grises, pueden adquirir, en su monotonía de gestos que parecen siempre iguales, una dimensión sobrenatural que las transfigura”[15].
En aparente contradicción, San Josemaría afirma que el único modo de espiritualizar la realidad y devolverle su sentido original, es “materializando” la santidad en las mismas realidades ordinarias. Esta “materialización” es importante porque la persona humana se relaciona con las cosas y con los demás desde y con su corporeidad. Por lo tanto ha de “materializar” –es decir, concretar en realidades y en acciones temporales– hasta sus deseos más espirituales.
Como señala Navarro-Valls, “el fundamento último de esta enseñanza está en la figura de Cristo con quien Dios irrumpe en la historia de los hombres, no como idea o como inspiración sino asumiendo en Él la humanidad y haciéndose, Dios mismo, hombre.. Por eso, Escrivá audazmente y con una aparente paradoja dice que ‘a ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales’. Este ir más allá de las percepciones cotidianas es lo que da a la vida del cristiano el sereno realismo de quien ve el mundo como es y no como parece ser”[16].
El trabajo es, además, la forma principal –aunque no única– que la mayoría de personas tienen a su alcance para construir la sociedad y para dejar su huella en el mundo. Sería una concepción elitista de la cultura considerarla propiedad de ese grupo de personas que se suelen denominar “intelectuales”: la cultura es la huella que deja la actividad humana en el mundo y en la historia.
El mismo hecho de que se califique de “profesional” al trabajo muestra esa dimensión comunitaria: la profesión u oficio no es un mero puesto de trabajo, sino una manera de entender la participación de cada uno en las responsabilidades sociales, de acuerdo con las reglas deontológicas y profesionales aceptadas.
Por esa dimensión social, el trabajo se proyecta como un servicio a la comunidad local, a la nación y aun a toda la humanidad. Santificar el trabajo implica, por tanto, dar a la actividad profesional un sentido de servicio a los demás, de construcción de la sociedad en que vivimos y de preparación de un mundo mejor para los que vendrán después.
En efecto, la santificación del trabajo conlleva entender, entre otras cosas, que la actividad empresarial no debe circunscribirse a la simple consecución de beneficios ni a la supervivencia de la empresa, sino que debe ampliar sus responsabilidades en busca del bien común. Como señala el Prof. Cavallé, “éste no se limita al mejor reparto del valor añadido, sino que demanda la transformación de las circunstancias que permitan y faciliten el desarrollo integral de las personas que componen la organización, o que se relacionan con ella”[17].
Esa transformación de las estructuras de trabajo incluye, por ejemplo, la mejora de las condiciones para el desarrollo de las virtudes cristianas en el desempeño de las responsabilidades profesionales. Éstas deben comprender, no sólo el respeto y el cumplimiento de las leyes vigentes, sino todo aquello que contribuya a combatir la corrupción y a fomentar un comportamiento ético de todos los empleados.
Santificar el trabajo es promover la justicia
No quedaría completo el mensaje de santificación del trabajo si no tuviéramos siempre presente que intentar vivir a fondo el cristianismo lleva consigo una preocupación efectiva por contribuir a resolver problemas del entorno.
En una de sus homilías, el fundador del Opus Dei se expresaba así: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor. Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás”[18]
De ahí que los fieles de la prelatura y los cooperadores, además de intentar realizar con responsabilidad social su trabajo profesional, promuevan en cada país diversas labores en beneficio de la comunidad. Se trata de actividades civiles de interés público como universidades, escuelas de formación profesional, centros educativos poara disminuidos psíquicos, residencias de estudiantes, colegios, dispensarios, etc. Son iniciativas de carácter profesional que responden a necesidades reales. Sus promotores las gestionan y sostienen, también económicamente, bajo su responsabilidad.
Así las describía San Josemaría: "nacen en distintos sitios del mundo con una espontaneidad extraordinaria. La gente, las almas grandes que hay en todos los lados, nos dicen: necesitamos esto o lo otro. Y aquello nace con el esfuerzo de todos y [...] da unos frutos maravillosos. Pero en cada país surgen labores distintas. Y cuando parecen iguales, no lo son, porque el carácter y las circunstancias de la gente son de otro estilo".
Los que trabajan en esas iniciativas mantienen la ilusión de mostrar que la santidad no se queda en un ideal “espiritualista”, sino que lleva consigo frutos de justicia y de paz. Pero, para que abunde la paz en el mundo debe crecer primero la paz en los corazones. Y la paz interior no se obtiene con una vida despreocupada y ególatra, sino con la renuncia al egoísmo.
El trabajo que promueve la justicia construye la paz
Si nos preguntamos, como tantos lo hacen estos días en nuestro país, por qué esa paz tan querida se nos ofrece como algo casi inalcanzable, frágil e inestable, y por qué los caminos para conquistarla está erizados de dificultades, hasta hacerlos casi intransitables, encontramos la respuesta en la alabanza de los ángeles a Jesús Niño, que además de dar gloria a Dio en las alturas, pregonaban ante los pastores la paz en la tierra para los hombres de buena voluntad.
El don divino de la paz, ofrecido a todos los hombres, está condicionado a la buena voluntad de cada uno. Exige, en otras palabras, la propia conversión. Es aquí donde, en palabras de la Encíclica Redeptoris missio, “la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida.”[19]
La paz, además de un don, es una conquista personal de cada hombre. Pero el hombre está marcado por el pecado original y sus consecuencias: porta en sí mismo un factor disgregante, una ruptura profunda con la realidad creada: con sus semejantes, consigo mismo, con Dios. Por eso la paz es siempre una meta difícil, y sus logros están sometidos a la precariedad y fragilidad que se derivan de la misma naturaleza humana.
San Josemaría fue un incansable promotor de la confesión sacramental frecuente entre los fieles, consciente de la necesidad de la paz para sus almas. Sólo la reconciliación con dios otorga esa paz, con la gracia sacramental. Y ese renacimiento en Cristo supone el propósito de una vida de servicio a los demás, y en consecuencia, de desarrollo de los pueblos.
La Iglesia, además de subrayar la naturaleza sobrenatural de la paz, en cuanto don gratuito de Dios, recuerda que está estrechamente unida con la verdad. El servicio a la verdad es un antídoto contra la violencia, que siempre busca ampararse y legitimarse en la mentira. El mensaje del Opus Dei invita, por eso, a todos los cristianos a participar activamente en la opinión pública, y a promover por todos los medios la defensa y proclamación de la verdad.
Acabo mi intervención con la lectura del punto de Camino que cité al comienzo:
“Un secreto. -Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.
-Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. -Después... "pax Christi in regno Christi" -la paz de Cristo en el reino de Cristo.”[20]
La paz de Cristo en el reino de Cristo puede traducirse, entonces, por la paz de cada cristiano para construir el progreso y el desarrollo de los pueblos, comenzando por los más pobres, en lo espiritual y en lo material. Así se cumplen, de mil maneras imaginables, según los condicionamientos de la historia, los misteriosos designios de la providencia divina.
Providencia divina que, como decía el prelado del Opus Dei, Mons. Echevarría, “ha querido mostrar –en pleno siglo XX, testigo de los mayores desarrollos científicos y tecnológicos del trabajo humano– que los hombres y mujeres empeñados en sus tareas profesionales y familiares pueden y deben aspirar a la plenitud de la vida cristiana, precisamente en su lugar y situación en el mundo.”[21].
[1] Cfr. Juan Pablo II, Encíclica FIDES ET RATIO; especialmente n. 5, 47, 55 y 82
[2] Josemaría Escrivá de Balaguer, CAMINO, Ediciones Rialp, n.301.
[3] Ana Marta González, LA APORTACIÓN DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ A LAS IDEAS DEL SIGLO XX; revista Época, nº 889, Madrid, 1-7 de marzo de 2002, pág. 58.
[4] CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER; Ediciones Rialp, Madrid, 19ª edición, 1998; n. 88.
[5] Ibídem. n. 88.
[6] Cornelio Fabro; EL TEMPLE DE UN PADRE DE LA IGLESIA, Ediciones Rialp, Madrid, 2002; págs. 171-196.
[7] CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER; Ediciones Rialp, Madrid, 19ª edición, 1998; n. 19
[8] A. Vázquez de Prada; EL FUNDADOR DEL OPUS DEI; Ediciones Rialp, Madrid, 2003, tomo III, p. 683
[9] F. Gondrand; AL PASO DE DIOS; Ediciones Rialp, Madrid, 4ª ed., 1985; p. 144
[10] Mons. Javier Echevarría; en MEMORIA DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, 3ª ed. p. 57.
[11] Encuentros con Josemaría Escrivá; Col. “Preguntas y Respuestas”. Nº 3; De la reunión en el Auditorio Anhembí, São Paulo (Brasil), 1-VI-1974
[12] Mons. Javier Echevarría, MEMORIA DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, 3ª ed. p. 16.
[13] Joaquín Navarro-Valls, EL REALISMO HUMANO DE LA SANTIDAD, Conferencia pronunciada en Granada, 6-X-2003, editada por el Colegio Mayor Albaycín.
[14] A. Vázquez de Prada; EL FUNDADOR DEL OPUS DEI, Ediciones Rialp, Madrid, 2003, tomo III, p. 93
[15] Juan Pablo II, DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Ciudad del Vaticano, 12 de enero de 2002.
[16] Joaquín Navarro-Valls, Ibídem.
[17] Carlos Cavallé, EMPRESA Y BIEN COMÚN EN EL MENSAJE DEL BEATO JOSEMARÍA, Congreso Internacional “La grandeza de la vida corriente”, Edizioni Università della Santa Croce. Roma, 2003.
[18] Josemaría Escrivá de Balaguer, ES CRISTO QUE PASA, Ediciones Rialp, n. 111
[19] Juan Pablo II, Encíclica REDEPTORIS MISSIO, n.59, párr.1.
[20] Josemaría Escrivá de Balaguer, CAMINO, Ediciones Rialp, n.301.